Cristina López Schlichting
La Pascua y las bicicletas de mano
En el medio maratón de Madrid del pasado día 2 escuché junto a la Puerta de Alcalá el aplauso leve, casi un aleteo de palomas, con que un grupo de gente acogía el paso de las bicicletas de mano que encabezaban la carrera de 21 kilómetros. Me dejan estupefacta estos triciclos horizontales que se accionan con los brazos y con los que los corredores, generalmente lesionados medulares con paraplejia, recorren largos trechos a fuerza de bíceps. En la prolongada cuesta de la Calle Alcalá, con los primeros soles fuertes, me producen siempre una admiración profunda. Gracias a seres ejemplares como éstos, los demás, los del pelotón, conseguimos tirar adelante, conscientes de que nuestras quejas son injustas ante su esfuerzo. Hay un mecanismo incomprensible que hace que los ejemplos más depurados de humanidad coincidan casi siempre con biografías de hombres que han padecido un golpe grave. Hoy es Pascua y encuentro un eco de todo esto en el durísimo destino del Hijo de Dios, que se entrega a una muerte atroz e injusta, para después resucitar y abrirnos a todos un camino que libera de la muerte. Del dolor surge la esperanza. Del fallecimiento, la vida.
Ignoro por qué ocurre todo esto, pero doy fe notarial de que acontece. Muchos años entrevistando a los protagonistas de la actualidad me permiten hacer este juicio. Recientemente, conversaba con Roberto Canessa, el gran cardiólogo que en su juventud sobrevivió a la tragedia de los Andes. Tal vez por sus conocimientos de anatomía le tocó la ingrata tarea de trocear los cadáveres de los muertos en el choque del avión para poder consumirlos. Tremendo. Al final fueron él y Nando Parrado los que protagonizaron la enorme hazaña física y mental de superar la cordillera de Los Andes hasta llegar a Chile, un esfuerzo de atleta olímpico que ellos emularon con ropa vieja, zapatos envueltos en telas y raciones de carne humana como viático. Canessa me dijo que de aquella experiencia le quedó la convicción de que hay que luchar siempre, hasta el final, sin dejar resquicio al desánimo. «Todos tenemos una cordillera en la vida», aseguró. Qué gran verdad, amigo lector. Quien no ha vivido una muerte cercana, tiene una enfermedad grave o incurable; quien no tiene un embarazo difícil o no deseado, está en el paro, que es una dolencia atroz. Es hoy un día para mirarse en el Resucitado e implorar que nos ayude a cruzar la cordillera, que nos sostenga en el camino, conscientes de que el horizonte es luminoso. Siempre.
En el camino nos queda el consuelo de asimilarnos a los dolores de la Pasión. No me atrevería a proponer esto si no me lo hubiese dicho recientemente una hermana que acaba de superar una gravísima dolencia: «En los peores momentos Cristina, cuando ya no quería vivir, sólo me consolaba la memoria de Jesús en la Cruz». Ante cosas graves y grandes como ésta, sólo cabe guardar silencio, como ante la piedra removida del sepulcro.
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