César Vidal

La señorita Julia

M adrid – lo he dicho en no pocas ocasiones– cuenta con la mejor oferta teatral de España. Por añadidura, sus funciones no se limitan a los grandes teatros ni a los productores de relevancia. De hecho, no resulta extraño que algunas de las excelentes se den citas en salas más pequeñas en superficie, pero inmensas en calidad. Así lo he visto recientemente en la sala Karpas donde se representa «La señorita Julia» de August Strindberg. Los clásicos – como los buenos vinos – no envejecen sino que mejoran con el paso del tiempo. Es el caso, desde luego, de esta obra magníficamente interpretada por Belén Orihuela, Jorge Peña y Nerea Rojo y dirigida con su buenhacer habitual por Manuel Carcedo. Concebida en el paso del siglo XIX al XX, era fácil leerla como un manifiesto feminista o como mera crítica social en períodos como el franquismo. Sin embargo, contemplada en la actualidad, la obra presenta una profundidad psicológica que desborda considerablemente esos juicios sesgados. Lejos de constituir una mera censura teatral de la división en clases o sexos, «La señorita Julia» resulta un acabadísimo retrato de la condición humana con sus fallas y limitaciones, pero también con sus posibilidades de redención y mejora. En el curso del agobiante escenario de una noche de San Juan, el miedo y la ambición, la soledad y el deseo, la falta de realismo y la violencia, el desamparo y las heridas del tiempo aparecen no como patrimonio exclusivo del hombre o de la mujer ni tampoco de señores o criados sino como herencia común de los hijos de Eva. La naturaleza mortal y quebradiza que nos define constituye un nexo común que acerca más al hombre y a la mujer, a la señorita Julia y al mayordomo, de lo que pueden distanciarlos los convencionalismos. La gran cuestión no es – por mucho que cueste creerlo – el lugar que ocupamos en la pirámide social ni tampoco si nos llamamos Julia, Juan o Cristina al igual que los personajes del drama. Lo verdaderamente decisivo es la manera en que contemplamos nuestra existencia, los pasos que estamos dispuestos a dar para orientarla y la creencia –su ausencia– en una posibilidad de salvación. «¿De verdad crees en eso?», pregunta angustiada Julia en un momento cumbre de la representación y lo hace cargada de razones. Nuestra existencia se decanta hacia la tragedia o la dicha sobre la base de lo que verdaderamente creemos y no lo que aparentamos profesar. «La señorita Julia» es sólido testimonio de ello.