César Vidal
La sentencia de 2010
Me llama poderosamente la atención que en los múltiples análisis que se realizan de las actuales primarias en Estados Unidos se pase por alto la sentencia dictada por el Tribunal Supremo de enero de 2010 que, con el voto favorable del recientemente fallecido Antonin Scalia, abrió las puertas a que las grandes empresas pudieran financiar las campañas electorales. La decisión chocaba con dos sentencias previas del propio supremo y retiraba la prohibición de que las grandes empresas financiaran las campañas electorales. Pero, por encima de todo, llevó a millones de norteamericanos a la conclusión de que las elecciones iban a quedar viciadas por la acción de instancias que nunca donarían fortunas a cambio de nada. El repudio a esa resolución del supremo se ha extendido en el último lustro a votantes demócratas y republicanos y explica en no escasa media el apoyo a personajes como Donald Trump o Bernie Sanders. El primero ya ha descabalgado a Jeb Bush, que era el nominado in pectore antes de comenzar las primarias y el segundo está logrando que Hillary Clinton, otra segura ganadora, ande sudando lo indecible para mantener a Sanders a raya. Ni Trump ni Sanders están recibiendo dinero de las grandes corporaciones. Mientras que Trump está utilizando su fortuna – un político que pierda dinero con el enfrentamiento electoral en vez de ganarlo siempre provoca solidaridad– Sanders está manteniendo su campaña con pequeñas donaciones que rondan la media de los diez dólares por persona. No sólo eso. Mientras Hillary Clinton ya ha gastado no menos de veinticinco millones de dólares del aparato demócrata en lo que va de campaña, Sanders no ha dejado de golpearle con la consigna de que a él no lo mantiene Wall Street. En qué quedará la pugna por la nominación es algo que todavía está en el aire. Es más que posible que, a partir del supermartes, Hillary Clinton logre distanciarse de Sanders y no es nada decidido que Trump consiga ser nominado. Sin embargo, lo visto hasta ahora es digno de reflexión. En Estados Unidos, no hay una crisis del bipartidismo –Sanders y Trump se encuadran en los dos partidos clásicos desde la segunda mitad del siglo XIX– ni tampoco nadie está predicando el populismo. Por el contrario, y más allá de las formas, los programas electorales son notablemente moderados si se comparan con los del arco político español. Lo que se debate es la seguridad de la clase media y quién determinará la labor del Ejecutivo. No es poco.
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