Alfonso Ussía

La Transicioncita

La Razón
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Me divierten estas historietas de espías rusos con el hijo de Trump. Yo, en menor grado e importancia, las viví intensamente. Conocí a bastantes espías soviéticos durante la Transicioncita, es decir, la de las relaciones diplomáticas hispanosoviéticas de simple Delegación Comercial a Embajada. Juan Garrigues, siempre generoso y romántico, presidía una empresa de exportación de productos españoles a la URSS. El Delegado Comercial, Yuri Kozhyn, era espía, como todos los funcionarios de aquella Delegación. Le encantaba España y algunos de sus frutos marinos, como los percebes, las angulas y los chipirones en su tinta, siempre que abonara Juan la factura. Espiaba para la URSS y el Frente Polisario. En Londres, las autoridades británicas expulsaron a doscientos diplomáticos y asesores de la embajada de la URSS acusados de espionaje. Una semana más tarde, las oficinas de la Aeroflot soviética, que apenas contaban con quince trabajadores, aumentaron su plantilla con trescientos operarios más. Trescientos vendedores de billetes para volar de Londres a Moscú, trayecto con muy poca demanda de usuarios, porque los aviones de Aeroflot se estrellaban mucho. Los ingleses volaban a Moscú en líneas aéreas occidentales. De espías oficiales pasaron los soviéticos a mantener en Londres una nómina exagerada de espías dedicados a vender billetes que no se vendían. En España se produjo la pequeña transición, y se establecieron relaciones diplomáticas al más alto nivel. El primer Embajador de la URSS en España se llamaba Sergio Bogomolov y se vestía de espía. Siempre con gabardina. Ofreció una gran recepción en el Ritz para celebrar la nueva etapa de amistad entre España y la URSS. Y lució el uniforme de embajador soviético, que era más o menos, como el de los jefes de estación de la Renfe. Su mujer, Valeria, era maravillosa, dulce, simpática y con el alma occidental. Se cuenta que Bogomolov padecía de fuertes dolores en la frente . Se trajo a un joven inteligentísimo, que hablaba un español perfecto, como segundo secretario de Embajada. Igor Ivanov. Años más tarde sería viceministro de Exteriores de Rusia y embajador en España. Por lógica, el embajador Bogomolov tenía más autoridad que el segundo secretario. Pero no era así. Juan Garrigues organizó una fiesta flamenca en El Corral de la Morería en honor de los diplomáticos soviéticos. Bogomolov aceptó inmediatamente, pero Igor Ivanov desautorizó su entusiasmo. Ivanov era muy simpático y le divertía presumir, sin tapujos, de ser el hombre de la KGB en España. En Pamplona, en Las Pocholas, en plenos sanfermines, almorzamos Ivanov, Antón Martiarena – un donostiarra genial al que Juan Garrigues encomendó la dirección comercial de su empresa exportadora–, y el que escribe. Ivanov nos reveló un detalle muy divertido. «En la Embajada, el embajador es un adorno»; Antón le corrigió: –Un adorno muy feo, porque el adorno de verdad es la embajadora–. –De acuerdo –prosiguió Ivanov–; el embajador no manda. Mando yo. Y a mí me manda Fernández, el chófer–. El chófer del embajador era un niño español de la Guerra. Se lo llevaron a la URSS. Lo educaron con rígida disciplina. Y era abogado y economista, así como profesor de Teoría Política en la Universidad de Moscú. El auténtico embajador de la URSS en España era el chófer del embajador, y no se movía un dedo en la embajada soviética sin su permiso. Cuando Bogomolov cumplió su ciclo, fue sustituído por un embajador de verdad, Yuri Dubinin, que sólo dejaba entrever una inclinación inquietante. La de jubilarse en los Estados Unidos, y quedarse a vivir allí. Habia más espías. Afanasiev, gran jugador de ajedrez y Valeri Nadolnik, marino, que parecía un actor americano y causó estragos entre las mujeres progres de la alta sociedad madrileña.

Eran espías simpáticos, cultos y leales. No ocultaban sus quehaceres. Se me antoja absurdo el lío que se ha montado con las conversaciones del hijo de Trump y unas espías rusas. Putin fue de la KGB, como Gorbachov, y éste último está considerado como uno de los grandes políticos occidentales del siglo XX. Hablar con un ruso es igual que hablar con un espía, y hoy por hoy es imprescindible cambiar impresiones con ellos. Por otra parte, Putin prefería a Hillary que a Trump, porque a los rusos les incomoda exageradamente lo imprevisto. Cuando el hijo de Trump se entrevistó con la espía Vaselnitskaya, ésta llevaba los documentos en una carpeta de plástico transparente. Me suena a broma todo esto, y me ha servido para recordar tiempos mejores, los de la Transicioncita hispanosoviética, con el gran Paco Umbral intentando seducir a la nieta de La Pasionaria, y lo que te rondaré, morena.

Todo, con el permiso de Fernández, el chófer.