Francisco Nieva

La última amante de James Joyce

A todos nos pasan cosas raras y yo he tenido la suerte de conocer a fondo la última relación erótica del autor de «Ulises» y otros maravillosos textos, que representan la Modernidad en literatura: Wind Anderson. La conocí en Venecia, en casa de Peggy Guggenheim. Acompañaba y era presentada por una dama angloamericana, viuda y muy rica, coleccionista de pintura, con la que hice gran amistad. Ésta se llamaba Gabriella K. y había sido campeona de golf y la doble de Greta Garbo en algunas películas. Muy guapa, muy elegante, tirando un poco a excéntrica y, cómo no, un mucho a esnob. La presencia de Wind en casa de la Guggenheim se debía a que Gabriella se la presentaba como un icono literario digno de aprecio. Y a la cual le pasaba una pensión, por haber sido la amante de su millonario marido y la última relación sentimental de James Joyce. Detalle que revela la elegante excentricidad de Gabriella, que me invitó algunas veces a su casa de Londres, en Kingston-Hill, que había sido el cuartel general de Eisenhower durante la guerra, con un parque muy vasto y un vecindario del más alto copete. Lucían en sus paredes cuadros de Kandinski, de Braque, de Gris y de Picasso. En su alto entorno social siempre se mezclaba su protegida Wind Anderson, que era mostrada como otra obra de arte.

La obra de arte era irlandesa, de un temperamento sexual desmesurado, y pasaba mucho de los cincuenta años. Wind coqueteaba con todo el mundo, incluso conmigo, aunque se retenía porque me consideraba «cosa de Gabriella». Wind era otra de sus curiosidades, como su perro Friedel, un perro salchicha muy largo, con las patas tan cortas que llevaba en mitad de su cuerpo una prótesis con ruedas para que no arrastrase la panza. Friedel robaba pelotas de golf por los alrededores y Gabriella me mostraba un cuartillo en el que se amontonaba todo el producto del robo canino: cientos de pelotas de golf. Con Wind yo tenía conversaciones muy desinhibidas y le preguntaba: - «Dime Wind, ¿cómo era Joyce en la cama?». - «¡Oh... Una bestia!». Yo me enteraba pronto de todas las andanzas eróticas de la irlandesa, apasionada y caliente como nadie. Era muy católica, y una vez fue a confesarse con un curita joven y guapo de su parroquia. No se sabía qué clase de confesión pudo ser aquella, pero lo cierto es que, después, el curita colgó los hábitos y se casó con Wind, que casi le llevaba treinta años. Gabriella dejó de pasarle su pensión honorífica. - «Ahora, que el curita guapo se ocupe de ella».

Gabriella organizó en mi honor una pequeña fiesta, a la que no faltó Wind, con su joven marido, el eclesiástico «defroqué», junto con Lady Okley y su hija, Virginia McKenna, excelente Actriz en el Teatro Nacional. También estaba invitado Francis Bacon, que no acudió. - «Algo le ha pasado, no contesta al teléfono y nunca me ha faltado a una cita», decía Gabriella, preocupada. Lo cierto es que a la mañana siguiente fueron a su estudio, que era como un estercolero abominable, y encontraron salpicaduras de sangre por las paredes. Francis había reñido muy violentamente con su amante, que, un día, terminó suicidándose vengativamente, durante la gran exposición de Bacon en París. Siempre recordaré aquella fiesta y aquella cena servida por los apuestos camareros de La Popotte, un restaurante gay del barrio de Chelsea, a los que Wind miraba como si fueran pasteles de crema, despertando los celos del cura. Pasado un tiempo, Gabriella me confesó: «Tendré que seguir ocupándome de Wind y de su curita, porque éste no encuentra un trabajo adecuado y lo están pasando muy mal. Wind es una gran rémora en mi vida». Y Gabriella siguió pasándoles una pensión, no sé hasta cuándo, porque terminé alejándome de aquel ambiente tan saturado de esnobismo británico y no sé cuál pudo ser el fin de Wind Anderson, la última amante de James Joyce. Tengo idea de que ella y su curita se separaron. ¿Cuáles pudieron ser sus últimas presas?

En verdad, Wind era encantadora, chispeante y, en muchos aspectos, turbadora, como un Tenorio femenino que raptase curas de su confesionario. No es extraño que raptase la voluntad de Joyce. Lo de que fuera «una bestia» en la cama, no le desdora en absoluto y se diría complementa su genialidad de narrador que desnudaba –desmitificaba– a la siempre obscena realidad.