Francisco Nieva
La última coreografía de Isadora Duncan
La fantástica, apasionada, enloquecida y genial Isadora Duncan sacudió el mundo de la danza e introdujo la modernidad y la vanguardia, pese a lo discutido y polémico de su figura. Una criatura excepcional. Una semidiosa bella y trágica, al estilo «liberty». Estuvo muy bien el filme que, hace unos años, interpretó Vanessa Redgrave, y que es un bellísimo recordatorio para una generación de admiradores, entre los que me encuentro yo. La película es excelente, pero ¡claro! está llena de mensajes y sobreentendidos, menos para el gran público que para los que estábamos bien informados de antemano; relacionados con el teatro, con el ballet, con la literatura y el gran mundo de su tiempo. Es preciso leer sus «Memorias» –bien traducidas al español– para hacerse una idea del clima artístico y social que la rodeó.
Aquella bella y seductora estadounidense –de San Francisco–, curiosa feminista libertaria que nunca se casó, se lanzó a la conquista del mundo clásico europeo y al descubrimiento y el contacto con las primitivas danzas helénicas. Ella, su hermano Raymond y su madre, pianista, formaron el clan Duncan, tan iluminado de entusiasmo como pobre, pero que desde el principio causó sensación en el viejo mundo. Con ese viejo mundo estuve yo muy ligado en París. Primero, por mi vocación hacia el teatro, gran admirador de Gordon Craig –otro profundo renovador de la plástica y de la dirección escénica–, primer gran amor de Isadora y padre de su hija. Luego estuvo ligada al potentado americano Singer, –el de las máquinas de coser–, y yo mismo recibí prematuramente un premio secundario de la Fundación Singer-Polignac, que ya había premiado «El retablo de Maese Pedro», de Falla, protegido por la princesa de Polignac y con cuyos descendientes también me relacioné. Parecía que un aire de familia me ligaba al mito Duncan. Incluso fui vecino en el barrio de Montparnasse del solitario, melancólico y extravagante Raymond, su hermano. A quien otro vecino mío veía a través de su ventaba pasando el aspirador, pero vistiendo –como siempre– una túnica griega algo desflecada.
Raymond era un ser adorable y algunas veces mes acompañó cuando iba de compras por el barrio. Pero no entraba en los establecimientos, se quedaba a la puerta, sentado en la acera, rumiando avellanas o frutos secos, como un pobre y superior hijo de la Hélade y como un ocupante más del ágora cosmopolita de París. Jamás le hablé de su fascinante hermana, era como si la tuviera presente: ¡Isadora!
Su gloria, su envolvente personalidad, sus entusiasmos, sus pasiones, la horrible pérdida de su hijos –la una de Craig, el otro de Singer–, ahogados en un taxi que cayó al Sena cuando ya estaba en el ápice de su fama. Su viaje a Rusia, su amor por el poeta Essenin, que terminó suicidándose. ¡Qué vida la suya, brillante y trágica! Y qué talento el suyo, qué instinto estético tan seguro, qué gran figura al fin del siglo XX.
Y qué melancólico reencuentro con el tiempo fugitivo, tan lleno de bruma y olvido, cuando me reencontraba con Raymond al salir de la tienda, tendido en la acera, como presa de un sueño, con su pobre pero limpia túnica griega, rumiando avellanas. Algo se conmovía profundamente en mi interior ante aquel rastro vivo de su carne y su mismo ideal, en el mundo del Arte, la riqueza, la gloria y la revolución, que ya no eran sino sombra y humo. ¡Isadora!
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