José Luis Alvite
Llanto de mujer
Nada me desarma tanto como el llanto de una mujer. Jamás he sido capaz de distanciarme si, en el momento de tomar la decisión de irme de su lado, ella rompía a llorar. A veces incluso he provocado su dolor porque necesitaba la excusa de su llanto para seguir con ella. En una ocasión me atreví a romper con una pareja que supuse que aguantaría estoicamente la mala noticia, pero asomaron inesperadamente dos lágrimas en sus ojos y, no sabiendo muy bien qué hacer, cambié de actitud y le pedí allí mismo matrimonio. Me salvó que ella se rehizo y rechazó cortésmente mi petición. Una mujer puede perder en un momento dado la compostura, pero raras veces pierde al mismo tiempo la razón. «Ten sentidiño –me dijo–. No puedes casarte con todas las mujeres que lloran». Estuve de acuerdo con ella y me prometí a mi mismo controlarme frente al llanto de las mujeres, persuadido de que pedirles matrimonio en medio de sus sollozos no sería en absoluto más sensato que ofrecerles solo un pañuelo. Pero algo tienen las mujeres para influirme de ese modo incluso si no lloran, como fue el caso de aquella muchacha a la que conocí en la estación del ferrocarril, le hice unas cuantas preguntas para un reportaje y por no dejarla con la palabra en la boca compré un billete y la acompañé en tren hasta su destino a cien kilómetros de allí. Al final del viaje nos despedimos y me dispuse a esperar un tren de regreso. A mi lado en la sala de espera se sentó una mujer madura con los ojos llorosos. Sostenía en las manos un billete que la llevaría a seiscientos kilómetros de allí. Entonces me excusé con ella y corrí a encerrarme en el baño de la estación hasta asegurarme de que había partido su tren. Pero aun ahora, cada vez que llora una mujer, instintivamente busco en el bolsillo un pañuelo y un anillo.
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