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Joaquín Marco

Los felices cuarenta

La Razón La Razón

A pocos españoles podría ocurrírseles calificar nuestros años cuarenta del pasado siglo como felices. Aquella década, que sucedió a los tres años de la Guerra Civil, fue para gran parte de la población un tiempo para no recordar. Cierto es que quienes formaron parte de los vencedores tuvieron sus oportunidades, pero dudo de que la entendieran como feliz. Lo fue, sin embargo, para quienes disfrutábamos entonces de la niñez y, en consecuencia, de inocencia e irresponsabilidad. Fue nuestro paraíso, pese a las dificultades de toda índole que nos rodeaban, porque vivimos ya de más lejos la gran guerra que azotó el Continente y aún más allá. Sin duda a mitad de los años cuarenta habían cambiado muchas cosas en el mundo, pero nosotros seguimos nuestro destino, aislados de las nuevas circunstancias y hasta del resto del orbe. Todo ello ha sido tomado en consideración por los historiadores, aunque sean necesarios más testimonios humanos, porque parece que no son muchos quienes han logrado transmitir adecuadamente el complejo sentido de una posguerra inmisericorde. En tanto que la guerra civil constituye un auténtico «boom» historiográfico, la década siguiente permanece aún brumosa, pese a los años transcurridos. Pero tal vez, revolviendo en la memoria, podamos descubrir más de un libro que permite advertir en parte la poliédrica perspectiva de la vida de entonces. Por ejemplo, «Los felices cuarenta. (Una educación sentimental)», de Barbara Probst Salomon, que fue publicado entre nosotros allá por 1978, por Seix Barral, y que tal vez algún lector pueda descubrir todavía en las cada vez menos numerosas librerías de ocasión. Parte del título viene a coincidir casualmente con el primer libro de poemas que publicara mi buen amigo Manuel Vázquez Montalbán en 1967. Pero el de Barbara Probst es un libro memorialístico, testimonial y en parte novelado, que ha sido citado muy a menudo por circunstancias a las que posteriormente aludiré. Su autora nació en Nueva York en 1929, hija de una familia acaudalada judía. Tras pasar por la Universidad de Columbia, desorientada sobre su futuro profesional, tuvo un gran empeño en visitar Europa, destrozada en parte por los efectos de la II Guerra y se trasladó a París con su madre en 1948. Durante el largo viaje en un lujoso barco conoció casualmente al que llegaría a ser el escritor Norman Mailer y trabó una fecunda amistad con su hermana Barbara, quien la acompañaría en su posterior y disparatado viaje a España. Años más tarde ella misma se convertiría en periodista y novelista. Su archivo, que también los hispanistas deberían visitar, lo ha depositado ya en el Henry Ramson Center. Aquella muchacha de bellas facciones que llegó a París con espíritu aventurero calificó aquellos años de felices, porque le eran en parte también ajenos.

Era poco más que una adolescente, aunque con permiso de conducir, y sus experiencias iniciales en el París existencialista habrán de llevarle al conocimiento de un grupo de jóvenes exiliados españoles. Ésta fue la zona más frecuentada del libro en su tiempo, porque constituye una aventura simbólica y, a la vez, iniciática. Cabe considerar, sin embargo, el significado de la personalidad de la autora en una Europa, entonces tan distinta de EEUU, su holgada situación económica y su condición de judía que la llevaba a considerarse como superviviente de un Holocausto que afectó a parte de su familia europea. En Barco de Ávila, de camino en coche, desde San Sebastián a Madrid, se detiene con sus acompañantes y observa: «En medio de aquel país sumido en la miseria y el sufrimiento, la hostería donde se alojaban Teresa y Juan resultaba increíblemente espléndida». De Teresa, una vasca republicana que les acoge, la madre de Paco, quien habrá de ser parte esencial de su «educación sentimental», advierte: «De haber vivido en otro país, en otra época, habría sido la primera en luchar por la liberación de la mujer (la España que conocí estaba llena de señoras independientes y de mucho carácter)». Sugiere la autora que estaba marcada por el Madrid «despreocupado y burbujeante» de comienzos de los años treinta. No deja de ser curiosa la imagen que transmite del madrileño Hotel Palace de la época, donde se aloja a su llegada a la capital. Descubre en él la sensación de bienestar, «un lugar seguro donde se podía caer enfermo», aunque advierte que su vestíbulo se encontraba casi vacío. El objetivo del viaje, que constituye uno de los varios meollos del libro, consiste en la liberación de Manolo Lamana y de Nicolás Sánchez Albornoz, que se encontraban recluidos en un campo de concentración en Cuelgamuros formando parte de los trabajadores forzados a construir el Valle de los Caídos, «aquella tumba increíblemente obscena erigida en honor de los muertos y construida en su totalidad por presos condenados a trabajos forzados, la misma cuya historia describe Genet, de modo un tanto simbólico, en su obra ‘‘El balcón”». Los dos jóvenes habían sido condenados por formar parte de la proscrita FUE y ser responsables de la edición del libro «Pueblo cautivo», de Pablo Neruda. No queda muy clara la forma de evadirse de los camiones que transportaban a los presos. Pero no deja de resultar interesante la descripción del apresurado viaje en automóvil hasta la frontera francesa con diversas inspecciones de la Guardia Civil. En todos los controles se manifiestan con éxito como despreocupados jóvenes turistas, sirviéndose de alguna que otra triquiñuela, como las botellas de whisky aparentemente abandonadas en los asientos. No deja de mencionarse «el año del hambre, 1947». Poco tienen que ver las experiencias de Barbara Probst Salomon con la de aquellos españoles que recordarán las dificultades de la época. Fue la suya otra educación sentimental, como no podía ser menos. Porque la felicidad (o como quiera que la llamemos) no puede, salvo en la infancia, permanecer al margen de la tragedia. Lo pudo observar y relatar una joven americana en busca de nuevas experiencias «europeas». Pero aquel país en nada se parecía al resto de una Europa que salía también de su propia experiencia bélica y de otros fantasmas. España era un país desolado, traumatizado y castigado. Convendría no olvidar los orígenes para valorar más adecuadamente la presente realidad.