Julián Redondo
Los huevos de Lucio
Un entrenador italiano que envía a sus hombres al frente sin adoptar las debidas precauciones. Novedad. Y uno argentino incapaz de sellar la portería de un equipo que no hace tanto tiempo era una muralla, adornada, eso sí, con guirnaldas y luces de colores para animar a la vanguardia, de fiesta en fiesta. Despiste. ¿Y el clásico? Divertidísimo, trepidante y roto como los huevos de Lucio. Entre monumentales batacazos defensivos, los delanteros y los mediapuntas aprovechaban las segundas oportunidades y hasta las terceras y las cuartas, como Benzema. Y entre unos y otros, penaltis que eran o que no, que Undiano señalaba o se abstenía, tan ciertos algunos como inexistentes o dudosos otros, que después de la enésima repetición todo es más sencillo. Serán, pues, penaltis televisivos que nadie lanza y que nadie, hace más de un lustro, por lo menos, ni siquiera adivinaba antes de que la cámara captara los pelos de punta.
Con el 0-1 de Iniesta, zurdo de estreno en el Bernabéu, Messi y Neymar fallaron sendos goles cantados. Errores monumentales que podían haber dejado visto para sentencia el partido, que Di María se propuso enderezar entre bocanadas de aire y una inquitante amenaza de lipotimia. No sé qué ocurre con el estómago de estos argentinos, que o vomitan o se desmayan y, sin embargo, con su juego, sus centros y sus goles son letales, matadores como Kempes, naturalmente paisano suyo. Será la ansiedad, la tensión, los nervios o la presión competitiva. Pero por encima de todo, el fútbol, con esa alfombra roja que Alves extendió a los pies del «Fideo» para que se hinchara a centrar. Quizá se indigestó, de ahí el vahído, ese malestar pasajero curado en la banda que no le impidió ser el mejor de los suyos, el centrador por antonomasia que en cada envío anunciaba medio gol. Una delicia.
Antes de marcar sus dos tantos, Benzema desperdició otros dos. No se recuerda un clásico tan descosido, ni tantas goteras en las zagas, de ahí el 2-2, el 3-2 (Cristiano), el 3-3 y la reconciliación de Messi cuando hizo el cuarto, también de penalti, como el tercero.
El día en que falleció Adolfo Suárez, la transición fue figura retórica en el clásico, que en algunos pasajes dejó entrever uno de esos cambios de ciclo, radicales si quienes lo experimentan se afanan en ello. El afectado podría ser el Barça si opta por autodestruirse en lugar de renovarse y muere en el intento. Tiene calidad para redimirse, más aún si le dan facilidades, esas que antes encontraba a base de esmero y tiquitaca y ahora le regalan sin necesidad de recrearse en la suerte. El 3-4 es muestra de ello.
Entre fallos de unos y de otros, también del árbitro, el Barcelona ha conseguido reengancharse a la Liga de la que nunca estuvo demasiado descolgado, y el Madrid mantiene sus opciones, que disminuyen si hubiera de dilucidarse con los «golaverages», que lo tiene perdido también con el Atlético, líder insospechado, tercero, segundo o primero en discordia.
Tal día como ayer, concordia era la palabra. Porque reinó en la comida de las directivas y porque, en 1996, el presidente Suárez recibió ese Premio Príncipe de Asturias. Joaquín Rodrigo, Francisco Umbral, John Elliot, Julián Marías, Indro Montanelli, Valentín Fuster Carulla y Helmut Kohl también se acercaron a por los suyos. Sólo faltó Carl Lewis, fiel a la mala educación de los deportistas estadounidenses. En el clásico se recordó con respeto al finado, aquel héroe del Eliseo cuando fue a visitar a Giscard D'Estaing, elemento perturbador y antipático que intentó humillar al presidente español y terminó por «bajarse los pantalones». Lo contaba Ussía, apesadumbrado por esta derrota, seguro; tal vez nostálgico de Mourinho, que dio más de arena que de cal en estos compromisos tan clásicos que Ancelotti aún no es capaz de superar.
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