Julio Valdeón

Los Oscars como una ONG

La Razón
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Las guerras culturales nacieron en EEUU. La izquierda, a falta de proletariado, abanderó la lucha por el matrimonio homosexual y agitó las banderas de las minorías. La derecha creía que en las Costas florecía una generación hipster obsesionada con la soja, la colección de películas de Criterion y la lactancia como vía al paraíso. De aquellos lodos vienen polémicas como la que estos días incendia los Oscars, que este año no han nominado a ningún actor negro. Will Smith, que aspiraba a uno, habla de racismo rampante, mientras su esposa, Jada Pinkett Smith, llama a boicotear la ceremonia. Cheryl Boone Isaacs, afroamericana y presidenta del tinglado, ha declarado sentirse «frustrada» por la falta de «inclusión». Promete revisar el método de reclutamiento de los académicos: «La orden para 2016 es la inclusión: género, raza, etnia y orientación sexual». Cuidado, Isaacs, con lo que pides. Las mejores intenciones provocaron el caos en los cursos de literatura, cuando los campus universitarios decidieron expiar la culpa por el machismo o la colonización a base de sentenciar a Hemingway y decretar el todo vale en el buffet poético. A nadie se le escapa que Hollywood siempre fue un negocio cocinado por hombres blancos y viejos, pero sería injusto sostener que el panorama no cambió en las últimas décadas. «Doce años de esclavitud», dirigida por Steve McQueen, ganó 3 Oscars, incluidos mejor película, mejor actriz secundaria para Lupita Nyong’o, nacida en México y criada en Kenia, y mejor guión adaptado para John Ridley. Tanto McQueen como Nyong´o y Ridley son negros. Quedan lejos los días en que Hattie McDaniel, hija de esclavos, ganó la estatuilla dorada en 1939 por «Lo que el viento se llevó». Blandir los números de nominaciones y premios de la historia a intérpretes negros sin hacer distingos entre las últimas décadas y los días previos a la lucha por los derechos civiles y el reverendo Martin Luther King sólo sirve para enfangar los ánimos y adulterar los hechos. La abominable discriminación positiva, que trata de edulcorar la segregación con el pixel de autodenominarse positiva, resulta directamente impracticable en los cotos del arte. Jamás un escritor o un músico serán mejores, esto es, facturarán obras más perspicaces, ayudados por el color de su pelo o su orientación sexual. Walt Whitman, con su «barba llena de mariposas», no pertenece al canon por blanco o marica, sino por su voz profética y su verso flamígero. Como escribió Harold Bloom, llegará el tiempo en que «los departamentos de inglés serán rebautizados como departamentos de estudios culturales, donde los cómics de Batman, los parques temáticos mormones, la televisión y las películas reemplazarán a Shakespeare». Llegará el momento, sí, en que los Oscars no juzgarán el mérito de una interpretación sino la renta per cápita de tal colectivo, el sufrimiento de aquel otro o la necesidad de levantarle el ánimo a un grupo de inmigrantes. La renta per cápita seguirá igual y el sufrimiento permanecerá incólume, pero los parias se regocijarán cuando vean a uno de los suyos en la alfombra roja. Como si la literatura o el cine, lejos de alumbrar la experiencia humana, fueran programas de ayuda al refugiado.