Europa

Cataluña

Los valores de junio

La Razón
La RazónLa Razón

Iniciamos nuestra historia constituyente tan tardíamente como 1808, a la que sucedieron textos magnos de distinta fortuna como «La Pepa» del 12, la de mayor aceptación popular, la del 37, 45, la no promulgada del 56, 69, 76, la republicana de 1931 y las Leyes Fundamentales del Reino vigentes entre 1938 y 1977. Sin contar la nonata Constitución de la I República Federal. El primer presidente de aquel federalismo que, como el cartero, siempre llama dos veces, el barcelonés Estanislao Figueras, se dirigió a las Cortes con la frase más lapidaria que haya escuchado nunca: «Se lo voy a decir con toda claridad. Señorías: estoy hasta los cojones de todos nosotros». De la Carrera de San Jerónimo fue a la estación de Atocha, donde tomó el primer tren a París sin siquiera dejar un brevete firmado con su dimisión formal. En más de siglo y medio hemos tenido o nos han impuesto un supermercado constitucional de fracturas y derogaciones arbitrarias, resultando la hoy tenida por caduca del 78 la más prolongada en vigencia, prosperidad y servicios tangibles a las libertades individuales y colectivas de los españoles, al entendimiento pacífico, al reconocimiento de nuestra diversidad y al desarrollo de esa empresa común que llamamos España, donde toda reclamación tiene su espacio.

Se ha puesto en circulación la tesis tóxica de que las Constituciones reformables como la nuestra tienen fecha de caducidad y envejecen y mueren como las personas, cuando es al revés y maduran y vigorizan con el tiempo como la estadounidense o el derecho consuetudinario del Reino Unido. Las Constituciones filosoviéticas, aparentemente tan sueltas de cuerpo que admiten el derecho a decidir son graníticas, hacen delinquir hasta el pensamiento y se derrumban jóvenes barridas por sus supuestos beneficiarios.

El Rey ha de pronunciarse en público con muchas limitaciones porque no ha de herir ni la sensibilidad más atrabiliaria, y sus parlamentos son de obligado piezas obvias. Pero por el 40 aniversario de las elecciones democráticas de 1.977, Felipe VI ha dado en Cortes el mejor discurso de su reinado y de su vida. Lo que hemos logrado desde aquellas elecciones Constituyentes (vino a decir) son el patrimonio moral y material que tenemos y sería suicida silenciarlo, olvidarlo, dividirlo o destruirlo. Esto es lo que tenemos; el futuro es brumoso. La sociedad ha de rechazar instintivamente cualquier camino que pueda siquiera acercarse a la ruptura de la convivencia entre los españoles. En todo concierto civilizado se destruye la libertad negando la ley; las leyes no constriñen sino que son las garantes de que no se atropellen las libertades, siempre frágiles. Reformando lo mudable bajo oportunidad y consenso, ¿qué impide estar orgullosos de estos inéditos 40 años de democracia en la nación, o el Estado, más viejo de Europa? Las diferencias, las costumbres, los idiomas, las idiosincrasias que nos queramos repartir o que nos han dejado como dote el decurso de cientos de generaciones son el mejor patrimonio de todos los españoles sin que nos ampare el derecho de renunciar a la herencia ni repartirla como si fuera un proindiviso. Hay que ser muy fanático del nihilismo o el adanismo o muy sectario de los que arman una distopía, un paisaje deprimente y repugnante, para ofrecer como alternancia una utopía ya fracasada y propia de series como «Juego de tronos», anzuelo para desesperados cansados de una realidad siempre monótona y lenta pero cierta y única, para negar al discurso del Rey, solidez, coherencia y esperanza en estos tiempos de tribulación. Escuchar al Rey y a algunos oradores del Congreso escapados de un nosocomio provoca la impotencia de intentar oír a la vez por onda media y frecuencia modulada.

Y el Rey resaltó lo que todos saben y las izquierdas utilizan como las navajas suizas que sirven para todo: que la guerra civil fue una inmensa tragedia nacional, que nadie debiera reclamar para sí, desde la victoria o la derrota, y que resumió don Manuel Azaña en su último discurso en campo abierto de «...paz, piedad, perdón». En vez de estudiar aquel terrible desencuentro seguimos cavando en las cunetas en el país de las exhumaciones.

De entre las guerras civiles contemporáneas destaca por su brutalidad la Guerra de Secesión americana. En puridad Gettysburg es una inmensa fosa común dado el armamento, las tácticas militares de la época y la sanidad tras las batallas, y en aquel memorial Abraham Lincoln, enunció su discurso más escueto sobre el Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como colofón a su rechazo al secesionismo que lleva en su vientre su propia destrucción ya que no puede negar la independencia de territorios previamente separados, como la onírica Cataluña no podría impedir la separación de Tarragona ni la de ese pueblito en las lindes de Teruel que quiere ser aragonés. La metástasis no la inventó el aventurerismo político ni el nacionalismo romántico sino la naturaleza con el cáncer. Aquella postguerra fue cruel pero se intentó salvar las formas. El general Robert E Lee no fue ni procesado y vivió de una escuela para adolescentes, y el que fuera Presidente de la Confederación, Jefferson Davis emigró libremente a Canadá para luego regresar a morir a su Dixieland sin ser molestado. Tantas décadas después produce grima que nosotros sigamos manteniendo como asunto principal la ubicación de los huesos del general Franco. La metástasis no es una invención del aventurerismo político o el nacionalismo romántico sino de la Naturaleza que genera cánceres. Se dijo de los Balcanes que tenían más Historia de la que podían digerir, y aquí la secular Historia española parece que nos ha terminado empachando.