Cristina López Schlichting

María del Puy, dama del teatro

La Razón
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Creo que las personas tienen dos vidas, o al menos dos. Una es la externa, la de la carrera y el tráfago social; la otra, la de los amores. A veces, nada o muy poco tienen que ver las apariciones en público con la cara recostada en las almohadas o ahumada por el vapor del cocido, la cara doméstica de los cariños familiares. María del Puy fue la gran dama del teatro en la tele de los años 70, donde era posible ver a clásicos y modernos. Ahora que nos bajamos las series al ordenador y oímos música en la tableta, una se pregunta por qué el teatro ha sido excluido de las nuevas tecnologías. Cuando yo era niña, nos asomábamos a la pequeña pantalla para ver Buero Vallejo o Ibsen y nos quedábamos tan panchos. Maripuy –que así la llama su marido, Pepe Niño, gran amigo de mi padre– salía como un hada de osamenta delicada con voz dulcísima –luego doblaría a Ingrid Bergman o Shirley Mclaine, como nadie las ha sabido doblar–. Su belleza hiper femenina y elegante me recordaba a Catherine Deneuve, sólo que con nariz espigada y rasgos más agudos, como la navarra que era, y me daba una envidia atroz. Una vez comí con ella en un chino y apenas rozó el arroz tres delicias y pinchó un bocado de cerdo agridulce: «A mi edad –me dijo con timidez– engorda hasta el aire». Yo tenía 19 años cuando mis padres me llevaron a Mérida, al teatro romano, a ver La Orestíada de Esquilo, dirigida por Manuel Canseco. La escena brillaba, cuajada de columnas y, desde las gradas antiquísimas, yo me preguntaba si la señora bella vestida con túnica y coturnos era verdaderamente la que a veces saludábamos en casa. Al despedirnos luego de sus compañeros de escena, Manuel Gallardo, Jaime Blanch, Julia Trujillo, me parecía que un mundo mágico se cerraba de nuevo entre bambalinas, que los personajes de la tele volvían a los textos de «Paisaje con figuras» o «A Electra le sienta bien el luto». María del Puy se ha llevado además el secreto vocal de las actrices norteamericanas más inmortales, pero sobretodo ha dejado un hueco en el corazón de muchos. Ella amadrinó los pasos de mi hermana Patricia en el teatro, acompañó a mis padres en las cenas de parejas jóvenes (a nosotras y a su hijo Javier nos mandaban pronto a la cama) y, sobretodo, ponía un brillo tonto en la mirada de su marido, que estaba perdidamente enamorado de ella. Durante décadas, año tras año, se hicieron carantoñas y se cogieron de la mano como ningún otro matrimonio longevo conseguía hacer, caldeando un amor añejo y joven a la vez. La imagen pública y privada a veces no tiene mucho que ver. Creo que la imagen verdadera de Maripuy, su ser mujer real, era la que veía Pepe. Una mujer no es nada sin los ojos del amado.