María José Navarro

Mayo

La Razón
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Qué bonito el mes de mayo, con sus comuniones y sus colonoscopias. Que yo es lo que me pregunto. ¿Por qué hay que vestirse para ir a una iglesia y no sucede lo mismo con los quirófanos? En el fondo, es donde más cerca se siente uno de Dios.

Yo hice la comunión un mes de mayo, por supuesto, y sólo quiero darles el dato de que iba con pamela. En mi casa no teníamos un duro, así que me tuvo que prestar el vestidito de marras mi amiga Asun, y era un traje precioso, de princesa, con manga de farol, con flores insertadas en la falda, o sea, que iba dando mucha vergüenza ajena. Ese día yo estaba mala. Tampoco es una noticia porque yo de pequeña estaba mala siempre. Para no cargarme la media, ese día estaba mala, sí. El fotógrafo, viéndome la cara cetrina que lucía, decidió mejorármela y me pintó el verde de los ojos tan intenso y los labios tan naranjas que parecía reposeída. Jamás colgó aquella instantánea de ninguna pared y eso que soy hija única.

Para la colonoscopia, sin embargo, me tuve que poner esa ridícula bata que te dan (que es que no se puede ir más en bolas), la redecilla en la cabeza con esa goma que tarda trece horas en desaparecer la marca, y las babuchitas en los pies. ¿Por qué lo hacen? ¿No estamos lo suficientemente humillados ya como para que encima nos vistan de mamarrachos? Tengo para mí que es para evitar cogernos cariño. Total, que me tumban en la camilla y viene el anestesista. «Hola, buenas, hasta ha traído las uñas pintadas y aquí no se puede venir con las uñas pintadas. Anda, trae, que tengo acetona. Me pinchó en la vena y me dijo: vamos a conversar hasta que te duermas. ¿A ti qué te parece lo de Podemos? Yo soy votante». Pensé que fallecía por sobredosis de propofol como Michael Jackson.