Congreso de los Diputados
Mediocridad y agresividad
El concepto de mediocridad ha sido protagonista de riadas de artículos y disertaciones. Hay una gran coincidencia en relacionarla causalmente con la conformidad, en el sentido de mantener esa situación o posición porque cualquier cambio traería consecuencias negativas.
Algunos estudios de psicología han realizado una taxonomía de los distintos tipos de mediocres, identificando básicamente dos: los que se dejan llevar por ella confundiendo en la misma y siendo irreconocible por indiferenciable y los que adoptan una actitud activa de inmovilización ante cualquier cambio, defienden su permanencia en sí misma e independientemente de su valía y eficacia para estar allí.
Pero hay una tercera modalidad de mediocridad que se diferencia en su forma de las anteriores. En ésta, el mediocre es excéntrico y suele mostrar una faceta relacionada con la agresividad. Aunque se trata de agresividad verbal, quizá sea la más peligrosa, porque esa actitud ofensiva encuentra causa en la necesidad de destacar y brillar sumada a una incapacidad manifiesta para conseguirlo despuntando en inteligencia y eficacia.
Un ejemplo es el Sr. Gabriel Rufián y su manera de entender la política. Ha convertido el insulto y las malas maneras en su sello personal. Su tono bronco y provocador ha reaparecido en la comisión de investigación sobre las actuaciones del Ministerio del Interior.
Se equivoca de sitio y forma el diputado de Esquerra. Para despuntar en la Cámara no hace falta estridencia, basta con ser un buen parlamentario. En la última sesión de control pudimos contemplar una buena técnica parlamentaria en la intervención del Sr. José Andrés Torres Mora, diputado socialista por Málaga.
Intervenía el andaluz evidenciando el trato discriminatorio que ha recibido el cine, a diferencia del teatro o los toros, por no incorporar el Gobierno la bajada del IVA. Lo hizo de manera poco habitual, en verso y de buenas maneras, lo que no quitó eficacia a su intervención, que ha recorrido los principales medios de comunicación, y ha permitido que la denuncia en sí misma se difunda.
Sin embargo, cuando el Sr. Rufián habla en sede parlamentaria tiene dos consecuencias: la primera es que diga lo que diga pierde peso su contenido por las maneras tabernarias, no hay más que recordar su intervención en el debate de investidura del Sr. Mariano Rajoy, cuya crítica tuvo como efecto inmediato el de unir a toda la bancada socialista y a gran parte de su electorado. El segundo de los efectos es que lo que dice llega a ser intrascendente porque en su afán histriónico de protagonismo el emisor anula el mensaje, quedando únicamente la imagen de alguien insultando sin saber bien cuál es el alcance de su intención.
Por las Cortes han pasado parlamentarios de toda ideología, diputados que han brillado por su oratoria, su capacidad para debatir o para defender sus convicciones. También han pasado otros que sólo se les ha conocido por su predisposición a hacer lo que haga falta para tener su minuto de gloria en las televisiones. Estos últimos son los que nunca brillarían sin el esperpento. Desgraciadamente, cada vez hay más escaños ocupados por esta mediocridad agresiva y el Sr. Rufián es un gran ejemplo.
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