Francisco Nieva

«Memento mori», el latiguillo de la televisión

Ya lo sabemos». La televisión, a todas horas, nos lo recuerda empachosamente. Desde los ciento cincuenta pasajeros que por obra de un loco suicida se han estrellado recientemente en los Alpes, hasta el matrimonio de ancianos que muere asfixiado por las emanaciones tóxicas de un brasero, se nos admoniza con lo mismo. No sé cómo alejar de mí tanta mortal advertencia. A mayor imaginación más empatía sentimos hacia el prójimo. Como urdidor de tramas dramáticas yo sufro infinito con el tanático goteo, no puedo apartar de mí este castigo de los medios. Imagino muy vivamente determinadas circunstancias de terror en el pasaje de un avión. Pensemos que bastan con muy pocos segundos para conmovernos de firme en una secuencia cinematográfica, poco menos que un minuto nos parece algo interminable. En ese reciente avión siniestrado pasan ocho minutos de alarma. ¡ Ocho minutos, nada menos! Larguísima tortura. Todo un pasaje con la incertidumbre de una muerte próxima, de todo punto inevitable. Me imagino en esa situación y me estremezco de firme, siento en mí esa larguísima agonía. Me bate el corazón y tardo en recuperar un poco de calma reflexiva y consoladora. Yo sigo con vida, respiro a mis anchas, nada se ha movido. Pero he sufrido un trance de irresistible identificación con las víctimas que me ha fusionado emocionalmente con ellas.

En este caso, mi imaginación de dramaturgo ha sido mi enemiga. Lo es en todo momento, sospecho todo lo peor que me pueda acontecer a mí, así como a los míos. Parece que estoy incubando un ramo de locura. Ahora recuerdo que, en un reconocimiento médico en el Hospital Militar de Carabanchel, escuché gritar de terror en la estancia de al lado a un mozo bien tocado que me trasmitió su locura persecutoria. No lo he pasado peor en mi vida. Este género de empatía no genera piedad alguna, ese distanciamiento piadoso que nos alienta a consolar a los que sufren tan grave pérdida, el equilibrio psicológico necesario, en beneficio de los afectados. Lamento no poseer tal virtud. Envidio a estos ocasionales socorristas, me felicito de su existencia, de lo necesario de su actuación tras de los trágicos incidentes, son necesarios y fundamentales. Vaya para ellos mi agradecimiento sincero, mi admiración en todo caso. Morir habemos, pero son admirables estos vectores de reconciliación con la muerte, lo contrario de esa insidiosa televisión, que nos sume en un duelo perpetuo, en un interminable «memento mori». Se va haciendo muy necesario instituir un buen servicio de socorro psicológico del telespectador.

Y un lamentable episodio más: se ha encontrado la grabación del teléfono móvil de un pasajero que recoge los últimos momentos de pánico en el avión siniestrado, lo cual me hace pensar que la ciencia electrónica hace el relevo del escultor barroco, Salzcillo, en la imaginería del drama humano, del aserto –sin mejor respuesta– que de la muerte no se salva ni Dios. Lo que mejor y más detalladamente se invoca y representa en estos días de Semana Santa, que ahora definiría como Semana del Terror.