Ángela Vallvey

Menores

La Razón
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En el barrio bilbaíno de Otxarkoaga cunde el desasosiego entre los vecinos. Han detenido a un tercer adolescente de unos 16 años presuntamente implicado en el doble asesinato del matrimonio compuesto por Rafael y Lucía, dos octogenarios que fueron brutalmente golpeados, acuchillados, torturados hasta la muerte... Los chicos sospechosos pertenecen a una banda de menores que ha aterrorizado a los habitantes del lugar. La ley del Menor está de nuevo en el punto de observación de una sociedad que sospecha con estupefacto horror que una legislación que pretendía proteger la debilidad de los menores pueda generar monstruos, aberraciones que repugnan y conmueven. Muchos se preguntan qué hacer. Pero la ley no es la cuestión. Los jueces arguyen que la denostada y criticada ley no es precisamente «blanda»: un menor asesino de 14 años (se fija esa edad como límite a la aplicación de responsabilidad penal) puede cumplir hasta doce años de encierro por su delito. Hay que tener en cuenta que si el menor tiene 14 años, la pena de diez o doce años de reclusión supone para él «una vida entera», casi el mismo tiempo que él ha vivido. No parece que sea tan laxo el castigo. Es proporcional a la edad del delincuente. Cuando examinamos estos casos, desde una perspectiva adulta, se nos antoja poco tiempo de reclusión (para un adulto lo es; para un niño, no). Los menores, hasta no hace tanto, carecían de buena protección jurídica. Siempre estaban sometidos a una autoridad superior (la de los padres, y secundariamente la de sus madres) por lo que, a lo largo de la historia, han sido pasto de violencia y abusos. La legislación moderna, en países avanzados, tenía que corregir esa «injusta» posibilidad. La ley del Menor no tiene como objetivo primordial castigar, sino intervenir en la conducta del joven para evitar que vuelva a cometer hechos atroces, criminales. Un proyecto delicado, por supuesto, que muchas veces no sale bien. El problema principal, en cuanto a los menores presuntamente asesinos mencionados, y a otros semejantes, no es el castigo que haya que imponerles (que también), sino el hecho inadmisible en una sociedad que se pretende equitativa y adelantada de que hayan llegado a convertirse en asesinos despiadados estando tutelados (por la autoridad, las familias...). La alarma que producen estos hechos está justificada. Niños así son el resultado de un gran fracaso (social, familiar, educativo, administrativo...) doloroso, intolerable.