Alfonso Ussía
Menores en riesgo
No se trata de enredar y enmarañar aún más la situación. Me mueven un impulso humano y una pregunta que llevo muchos años formulándome y no he podido responderme. Carezco de responsabilidad en la respuesta y siempre quedo insatisfecho. No soporto la utilización de los niños para cualquier fin. Menos aún si esa utilización conlleva riesgos evidentes. La vida o la integridad de un niño no pueden someterse a la cultura del folclore o la bestialidad de un festejo. En Cataluña han decidido que los toros son sagrados e intocables. Pero simultáneamente, en todas sus fiestas locales montan unos castillos humanos por el que ascienden unos niños que no siempre descienden con el orden y la seguridad garantizados. Ese niño que culmina la torre se está jugando la vida, y muchos han caído desde la atalaya de la torre festiva sin que nadie, en Cataluña, haya protestado por ello. De ser un ternero, un cabrito o un lechón el último de la torre, ya habrían los defensores del toro bravo puesto su grito en el cielo. Al ser un niño, que se estampe contra el suelo, se pegue el morrón y a seguir con la secular tradición de esa cosa tan tonta.
Todos los años hay algún caso de fallecimiento por formar parte de ese castillo humano e inhumano, ese castillo de circo, que tanto emociona al localismo catalán. La cabra que se lanzaba brutalmente del campanario para facilitar las risotadas de encías bestiales de algún lugareño ya no se lanza. Los gansos que sufrían en algún pueblo del País Vasco la amputación de su cabeza a manos de los aguerridos mozos han pasado a la historia de nuestra inmundicia festiva. Soy aficionado, y siempre lo seré, al arte de la tauromaquia, al encuentro en la soledad del ruedo del hombre y el toro para alcanzar la belleza en la cercanía de la muerte. Los poetas, los escritores, músicos, pintores y escultores más relevantes del mundo llevan siglos inspirándose en esa soledad para crear arte. No conozco ningún poema, texto, escultura, pintura, dibujo o compososición musical que se inspiren en la muerte de un niño que cae desde la altura por un desajuste en su equilibrio o una imprudencia en los que sostienen su pequeño cuerpo arriesgado. Eso no es cultura, ni tradición, ni motivo de fiesta y algarabía. Es, sencillamente, una degradación de la ética y la estética, un delito no perseguido y una imprudencia de insostenible defensa. Aborrezco el sacrificio del toro perseguido por una multitud. Me refiero al Toro de la Vega de las fiestas de Tordesillas, o a los toros con los pitones encendidos de Cataluña y otras zonas de España. Me disgusta sobremanera y me sorprende que haya sido declarada Fiesta de Interés Nacional la llamada Tomatina de Buñol. Las cabras están tranquilas y los gansos con sus cabezas en su sitio, pero a los niños que trepan por un castillo humano hasta alcanzar las más altas almenas, que los parta un rayo. Ellos y su riesgo son «cultura», y si caen, fallecen o quedan inválidos por el trompazo, que nadie ose protestar, porque no son víctimas, sino héroes de la cultura popular catalana, la misma cultura que defiende al toro de lidia y se olvida de sus niños sometidos al riesgo.
En los circos, ya no vuelan los menores de trapecio en trapecio, ni ayudan los menores a humillar a los elefantes, ni están los menores en el grupo de los saltimbanquis. Es delito utilizar a los menores para pedir dinero en las esquinas de las calles o abusar de ellos en trabajos y ocupaciones camuflados en el abuso. La intimidad de un menor es sagrada, y su rostro se desdibuja en los documentos gráficos. Me niego a usar la voz «pixelar», que se me antoja horrorosa. La vida, la integridad y la salud de los niños son exigencias irrenunciables de la sociedad, aunque los niños sin defensa que no han conocido aún la luz puedan ser asesinados en las clínicas pujantes abortivas. Es otro el motivo de este escrito. No puede considerarse una sociedad culta la que celebra sus fiestas arriesgando la vida y la integridad física de sus niños. Esos castillos humanos reclaman la prohibición inmediata. Que formen sus cimientos y sus atalayas mayores de edad, y si quieren darse el morrón, que se lo den. Pero que respeten a los niños, pobres juguetes rotos que ponen en peligro su futuro y sus vidas para emocionar a una multitud de butifarras.
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