Luis Suárez
Mensaje de paz y esperanza
La entrevista concedida por el Papa a uno de los suyos, el jesuita P. Spadaro, para la revista, tantas veces decisiva, que se publica bajo el significativo título de la «Civiltà Cattolica» ha tenido en la prensa repercusiones que, desde muy diversos ángulos, coinciden en presentarla como una especie de documento esencial, aunque no se trata de ningún programa de gobierno, como erróneamente pudiéramos llegar a creer. Las razones profundas de que el nuevo Pontífice haya escogido para sí, por primera vez, el significativo nombre de Francisco, aparecen entre líneas, aunque no se haga a ellas referencia expresa. Transcurridos ya setenta años desde el Concilio Vaticano II, es evidente que la Iglesia se enfrenta con una misión que ya iniciaron con energía sus inmediatos antecesores y que es una respuesta a la terrible crisis que experimenta la sociedad contemporánea, en la que los valores espirituales son apartados por el «culto a Mammon», como dijera Rubén Darío. Aquí está el patrimonio que el Concilio recomendaba ofrecer como un acto de servicio. Para esos problemas que angustian a nuestra sociedad la Iglesia tiene respuestas que ofrece gratis porque, a su vez, «gratia Dei» las ha recibido.
Para un historiador se trata de una oferta de grandes dimensiones sobre la que es preciso meditar. La Iglesia, comunidad espiritual ordenada en torno a una fe que presenta la trascendencia incardinada en la inmanencia, ha experimentado cuatro revoluciones que se encuentran relacionadas con los cambios de la sociedad. La primera vino a sacar de las ruinas un mundo que se había hundido con Roma, proponiendo con el monaquismo una especie de respuesta en tres dimensiones: orar, es decir, ponerse en relación directa con lo que le trasciende; laborar, dejando que el viento se llevara las limitaciones de la servidumbre; y estudiar, puesto que el progreso de la humanidad consiste precisamente en crecer, «ser más y no tener más». Pues bien, hoy parece que hemos vuelto a invertir los términos: los bienes materiales no están al servicio del hombre, sino al contrario. Tranquilamente hablamos de un «mercado de trabajo» como si éste fuera una dimensión de la industria y no del hombre. Pronto la técnica permitirá barrer a este último sustituyéndolo por los nuevos instrumentos.
La segunda revolución vino con Francisco y Domingo, que otorgaron a la pobreza, en su calidad de virtud de desprendimiento y no confundiéndola con indigencia, la dimensión necesaria que había que introducir en las arterias de una sociedad que había superado el feudalismo y comenzaba a construir, desde el vasallaje, la libertad. Ambos eran muy jóvenes cuando nació la Carta Magna. De este modo se construyeron los vectores que iban a permitir a la cultura cristiana extenderse por el universo mundo.
Luego viene la tercera revolución, la del humanismo cristiano que tiene en Ignacio, Francisco Javier y Pedro Fabro la tres figuras más significativas. No puede dudarse de que los ejercicios espirituales, hallazgo ignaciano en las cuestas de Monserrat hasta donde llegaron desde Valladolid, han revestido una importancia decisiva: mediante las ejercitaciones del espíritu, la persona cambia sus dimensiones. Pero ahora el Papa viene a recordarnos que hay otro valor, para la sociedad todavía más significativo e importante: el discernimiento, no dejarse arrastrar por las decisiones de primer momento. Hay que estudiar cuidadosamente cada una de las opciones que se nos presentan para la solución de un problema, llegando así al grado que proporciona «la certeza». Y esto, en la formación de la sociedad, fue lo que aportaron los jesuitas. De ahí que la Compañía se convirtiera en peligroso enemigo para aquellos iniciadores del racionalismo enciclopédico. Y el despotismo ilustrado trató de barrerla, lo mismo que harían más tarde los apasionados republicanos españoles. Ese discernimiento, que desde 1800 provoca un cambio de rumbo en las altas esferas de la Iglesia, alejándola de la alianza (sometimiento diríamos más bien) entre el altar y el trono, encontró en las misiones de Paraguay un acierto. No se trata, desde luego como el cine nos invita a creer, de esclavitud, que España tenía prohibida para los indios, sino de descubrir en éstos los valores sedentes en la naturaleza de los guaraníes: la música. Aún sobreviven stradivarius fabricados en la misión de San Carlos. Y para la ciencia moderna ha sido una de las guías fundamentales. No detenerse en un descubrimiento: hurgar en él para descubrir el futuro.
Ahora entramos ya en la cuarta revolución que el Concilio definió como «llamada universal a la santidad». Se trata de descubrir en el ser humano la certeza profunda. Francisco I aparece en condiciones de dar un paso adelante porque los cimientos, profundos y verdaderos, han sido ya consolidados por cuatro pontificados. La Iglesia necesita devolver a la sociedad sus dimensiones. Y el Papa apunta al peligro que hoy se esconde tras la masculización de la mujer. La fe enseña que «hombre y mujer los creó». Ahora, invocando la liberación de la mujer, se está afirmando algo muy peligroso: todos los valores positivos se encontraban en manos del varón. Por consiguiente, la mujer debe ser elevada a su categoría, asumiéndolos. Durante mucho tiempo la Iglesia ha luchado para discernir que hay en la femineidad dimensiones –transmisión de la vida, intuición certera, capacidad de sentimiento y norma de conducta– que la hacen superior y a las que la sociedad ni puede ni debe renunciar. Tiene razón el Papa: la verdadera elevación de la mujer consiste en asignarse un papel decisivo en la jerarquía espiritual. La devoción a la Virgen es, en esto, dimensión muy profunda ya que nos permite entender esa verdad dogmática: la criatura más perfecta, María, es mujer, ya que Jesús es Verbo encarnado por la vía de aquella a quien en Éfeso se llamara la Tehotokôs.
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