Alfonso Ussía
Novatadas
Muchas de las crueles novatadas que sufren los recién llegados a la Universidad por parte de los mayores, alcanzan el ámbito del delito. En el «Campus» o en los Colegios Mayores, los nuevos universitarios inauguran su condición y su primer curso mediante la humillación y el salvajismo. Suyas las humillaciones ante el salvajismo de los veteranos. Las novatadas están prohibidas y penadas, pero se hace la vista gorda porque su perversión y vulgaridad forman parte de «la tradición». Una novatada deja de serlo en el momento en el que su aplicación deja de ser una broma.
También se hacían novatadas en la Mili, pero los militares no toleraban acciones que pisotearan la dignidad de los novatos. El que escribe experimentó una novatada colectiva, no una degradación individual. Es sabido que el primer día de Servicio Militar todo lo que rodea al recluta recién incorporado es confusión. Después de treinta horas de viaje en tren, desde Madrid a San Fernando en un convoy militar, la llegada al campamento. Cuando intentábamos los doscientos reclutas recién incorporados de mi compañía dormir ante el reto de lo desconocido, apareció un caritativo oficial que se presentó como «Capitán Capellán» que nos hizo rezar dos santos rosarios. Y todos caímos como melones. Pero no hubo humillación y sí buen humor. Al día siguiente, el supuesto «Capitán Capellán» no era más que un soldado veterano que en compañía de otros nos la metió doblada. Y ahí se acabó la novatada.
Ahora en la Universidad se obliga a los nuevos, hombres y mujeres, a desnudarse, a reptar, a aceptar los mayores insultos y ofensas, y a beber alcohol hasta los límites –en algunas ocasiones superados– de la resistencia del organismo. Borracheras descomunales y comas etílicos, cuando no heridas en la espalda, latigazos, abusos sexuales y toda suerte de «tradiciones divertidas». Estallido de la bestia salvaje que llevamos dentro.
Pero no sólo afecta la ofensa y el mal gusto a los estudiantes. En una actividad que antaño –al menos–, se creía exclusivamente frecuentada por el viejo señorío, y me refiero a la Montería, las novatadas y salvajadas que se aplican a los monteros primerizos, los «novios», dejan en muy soterrada dignidad y honor a los que promueven y se divierten con esas mamarrachadas. La principal obligación del buen montero es la de respetar a la res que ha abatido. De eso saben mucho y así lo cumplen en Centroeuropa, donde la res muerta recibe el homenaje de su cazador. En España se usa de su sangre y de sus vísceras para embardunar al «novio», después de un juicio sin gracia ni talento, y con un gusto pésimo que nubla la belleza, singularidad y tradición de la Montería española. «Se trata de contentar a los perreros», dicen algunos. Y produce tristeza e irritación contemplar como monteros de diez generaciones, nobles de otras tantas y cazadores que descienden de familias tradicionales aceptan, participan y se recrean ante el espectáculo bochornoso del «noviazgo». No escribo por una mala experiencia personal. El propietario de la finca en la que abatí mi primera res no toleraba el mal gusto en su casa. Fui nuevamente bautizado con agua, y se terminó la guasa. Los perreros, imprescindibles y en su mayoría tan señores como los que disparan, no se imponen. Manda el dueño, y si el dueño es un señor, no hay «noviazgo» ni novatada que valga.
Pero esa singularidad en el dominio de la decisión última, no se da en las Universidades y Colegios Mayores. Muchas novatadas son delitos contra los derechos de los demás. Y sólo cuando sean castigados por la justicia desaparecerán de los núcleos universitarios los últimos coletazos de nuestra brutalidad.
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