José María Marco

Obama en las cruzadas

Durante el llamado «Desayuno de Oración Nacional», el presidente Barack Obama no tuvo más ocurrencia que recordar las Cruzadas y la Inquisición para hablar de las atrocidades que pueden llegar a cometerse en nombre de la religión. Para entender el gesto, hay que recordar que Obama pertenece a esa clase de políticos con hechura y ambición de ideólogos, que gustan de mezclar el debate político con el debate de ideas. Aquí hemos tenido algunos ejemplares memorables, como aquel para el que España había dejado de ser católica y otro, más reciente, para el que la nación era un objeto discutido y discutible.

Son obviedades, pero con efectos políticos que quienes las enuncian no pueden desconocer. El caso es que para demostrar lo tolerante y lo abierto de mente que es, Obama no se ha limitado a decir que no se puede matar en nombre de Dios porque matar en nombre de Dios es, entre otras cosas, una blasfemia. Tiene que recordar también que los cristianos fueron culpables de atrocidades como la que han cometido los terroristas de Daesh, o EI, con el piloto jordano.

Tal vez Obama piense que de esta forma refuerza la difícil posición en la que se encuentra ante los varios conflictos que sacuden Oriente Medio. Es posible, sin embargo, que la empeore. Obama saca a relucir la Historia en un momento en el que los cristianos sufren una persecución implacable en bastantes de los países y territorios de la zona. Y lo hace en el mismo momento en que su propia estrategia política le debería llevar a enfrentar a los gobiernos y a los líderes –políticos y religiosos– musulmanes con lo que es, mucho más que una «guerra contra Occidente», una guerra de musulmanes contra musulmanes. En esta guerra interna, las democracias liberales tienen un papel poco lúcido. Los radicales intentan provocarlas sabiendo que una respuesta violenta suscitará la movilización en favor suyo, en sus países y aquí, en los países democráticos.

Obama conoce muy bien este juego siniestro, pero no parece sentirse con fuerzas suficientes para liderar la corriente de opinión que ponga a los países de mayoría musulmana ante sus propias responsabilidades. Así que para dejar claro que no quiere intervenir más allá de lo estrictamente imprescindible, se siente obligado a pasar por la autocrítica. Los destinatarios del mensaje, que son los líderes y la opinión pública de los países musulmanes, reciben así un mensaje confuso, casi perverso, que no contribuirá a aclarar la situación.