Ángela Vallvey

Ónega

1655, 13 de abril, Luis XIV de Francia se presentó en el Parlamento. Ataviado con un traje de caza, llevaba un látigo en la mano. El presidente se dirigió a él con algunos requerimientos, según dijo, hechos en nombre «de los intereses del Estado». El rey Sol se volvió con actitud soberbia y rimbombante y respondió sin pestañear: «El Estado soy yo». Ya Torcy, en su tratado de Derecho Público, aseveraba que «la nación no es Francia, es la persona del Rey». La monarquía es una institución basada en el privilegio, que ha llegado hasta nuestros tiempos desde aquellos en los que el deseo de un Príncipe tenía la fuerza de la Ley. Hacer compatibles monarquía y democracia es una tarea espinosa. Pese a todo, Europa ha conseguido mantener en activo algunas de las monarquías más antiguas del mundo. Entre ellas la española, de destino azaroso en la historia contemporánea. Entre exilios y rehabilitaciones varias, la monarquía patria ha logrado sobrevivir; en las últimas décadas lo ha hecho transformando su denominación por otra que descafeinaba su esencia: desde la Restauración monárquica que tuvo lugar tras la muerte de Franco, hasta la fecha, en España parece no haber existido una monarquía sino un eufemístico «Juancarlismo». 2014, un libro de Fernando Ónega, «Juan Carlos I, el hombre que pudo reinar» (Ed. Plaza y Janés), ofrece lo que parecía imposible: el retrato de un rey que se resiste a ser definido, que ha dejado de reinar en unos tiempos en los que la contradicción entre democracia y monarquía resulta tan amenazadora como inquietante. El talento del autor de estas páginas, «periodista y gallego», hombre de fino olfato político y verbo ilustre, es hurgar con su delicado estilete de palabras hasta remover los rincones de luz y sombra del rey, pero sobre todo del hombre.