Alfonso Merlos
Pablo, el búlgaro
Con un par. Nos han vendido humo con gran éxito hasta anteayer, pero los datos son los que son. Ese fulgurante, esperadísimo, aclamado proceso de regeneración en la vida de los partidos que iba a nacer en España con Podemos (¡ay, el adanismo!) va camino de quedar en una tentativa fallida. O peor, en un proceso búlgaro.
Ya se sabe, esas decisiones de la militancia que no son ilegales ni fraudulentas pero que huelen que apestan. Por la disciplina de voto. Por lealtad o por miedo a disentir (¡vaya democracia interna!). Y porque, al final, la participación real u oficial es lo de menos. Lo de más es el encumbramiento del líder indiscutido e indiscutible. El culto al faraón. En este caso, al neocomunista Iglesias. ¡Viva la revolución!
Pero, claro, aquí la implicación de las bases sí que importa. ¡Ya lo creo! Porque los de las camisetas moradas han llegado a ser lo que son gracias a ese mensaje comprado por no pocos incautos según el cual nuestros políticos demodés habían espantado no sólo a la ciudadanía, sino a sus propios y más acérrimos simpatizantes. Y, ¡caramba!, ahora nos encontramos con que los seguidores del ayatolá de la coleta muestran escasísimo entusiasmo por tener voz y voto en la elección de su primer emperador. Pero, ¡¿qué broma es ésta?!
Todos sabemos de antemano qué ocurrirá en estas primarias archiorientadas y macroinducidas. ¿O no? Cualquier cosa salvo que sea defenestrado antes de agarrar con firmeza el bastón de mando quien lleva el partido de un lado para otro como si fuese su ajada mochila desde el minuto cero de esta película. ¿Alguien pondrá en duda su legitimidad de origen, su rectitud, sus galones? Lo dudo. ¡Pobre de quien ose hacerlo!
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