Agustín de Grado

Palabras

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Las palabras han dejado de ser la puerta segura para acceder al templo de la certeza del que hablaba Mefistófeles en «Fausto». Están ahí para explicar el significado de las cosas, pero se retuercen hoy para distorsionar la realidad. Como máscaras para encubrir el pensamiento. Y la acción. Ada Colau, por ejemplo: «Vamos a seguir interpelando a los políticos ante sus casas».

Que vaya la Real Academia de la Lengua actualizando su diccionario. Interpelar ya es sinónimo de insultar, acosar, hostigar, amenazar y amedrentar. De esto saben bastante los sindicatos. Definen como piquete «informativo» a sus comandos de la intolerancia. Y vaya si te informan. Sin medias tintas: cierras en huelga o te destrozan el negocio. Pero no hay que ser muy listo para percatarse del verdadero sentido de las cosas cuando escuchamos decir las mismas cosas con otras palabras.

Si ETA utiliza «confrontación armada», traduzcamos: terrorismo unilateral, donde unos matan y otros mueren. Si habla de «proceso de paz», esconde la negociación política. Nadie como el nacionalismo excluyente para inventar realidades a través del lenguaje. «Derecho a decidir» es su último hallazgo. Lo quieren para Cataluña, pero se lo niegan al Valle de Arán o a Hospitalet. Y cuando la realidad es intolerable, se refugia en el eufemismo. Mejor «interrupción del embarazo» que aborto, tan sangriento y salvaje. Aunque hay malabarismos etimológicos que ridiculizan a quien los ejecuta. Montoro vendiéndonos la necesidad de un «impuesto no recaudatorio». Como si existiera algún impuesto que no tenga como objeto engordar los ingresos públicos.

Y de impuestos a imposturas. Pocas como la de Rubalcaba: revisa su salud en un hospital público de gestión privada, pero recurre al Constitucional la gestión privada de los hospitales públicos. ¿Cuándo dejó la coherencia de ser el comportamiento consecuente?