César Vidal
Papichulo y el Madelman
Su rostro, enrojecido por el sofoco, contrasta vivamente con su camisa y su cabello pulcramente albos. Me cuenta que su empresa está al borde de la quiebra y teme verse en la calle. «La culpa de todo», balbucea tembloroso, «la tienen Papichulo y el Madelman». «¿Perdón...?», interrogo. «Sí», me aclara, «todos los llamamos así en el trabajo porque uno es un chulopiscinas y el otro recuerda a esos muñequitos...». «Los hombres articulados dispuestos para la acción», concluyo. «Para la acción han estado dispuestos», gime. «Mira... Cuando se creó la empresa hace casi cinco años, todos éramos jóvenes y entusiastas. Nos entregamos totalmente. El que no se pagaran las horas extra o la nocturnidad no importaba. Era cuestión de salir adelante». «Lo entiendo», asiento. «Pero Papichulo y el Madelman sólo pensaban en su beneficio particular», continúa: «mientras los demás trabajaban, ellos no paraban de negociar su paso a otra compañía. Llegaron incluso a pedir el apoyo de varios políticos». «Creo que sin éxito...», digo. «¡Hombre, claro!», me dice aún más encarnado, «Papichulo y el Madelman son unos zotes. ¿Quién iba a quererlos?». «¿Tanto?», pregunto yo, que he visto a verdaderos incapaces en puestos de responsabilidad. «El Madelman», responde, «se cargó en unos meses la tercera parte de la empresa hasta el punto de que hubo que venderla y Papichulo..., perdimos dinero en todas las negociaciones y operaciones exteriores que dirigió. En una ocasión, tras uno de sus fracasos, hasta tuvo un vómito de sangre y hubo que hospitalizarlo». «No pensaba yo...», musito. «¿Y el presidente?». «Yo a estas alturas no sé si es un sinvergüenza como ellos o la pelota a que lo someten lo ha dejado idiota. Hace unos meses, los tres se enteraron de que una compañía del sector (me da el nombre) tenía una deuda enorme e idearon asaltarla. Fracaso total». «No me sorprende...», reconozco. «Soñaban con que se apoderarían de la empresa y se la repartirían. Al final, todo se cerró con un acuerdo en el que le dimos nuestro mejor asset y ¡no hemos ganado un solo euro! ¡Ni uno!». Guardo silencio. Mi interlocutor puede estallar en amargas lágrimas en cualquier momento. «Ya estamos en números rojos», prosigue: «Durante años han engañado a los empleados, a los accionistas, al consejo de administración, al mejor amigo del presidente. Hasta bajaron el sueldo de los trabajadores mientras se subían los suyos... ¿Tu qué crees que debería hacer?». No es inocente, pero me da pena. «¿Has pensado», pregunto, «en buscarte otro trabajo?».
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