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Penar por las ideas

La Razón
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Tengo la firme convicción de que la política española está encanallada. No es que la Transición fuese un proceso idílico, como se defiende a veces, tuvo sus sombras también, pero fue un éxito porque, a diferencia de hoy, se confrontaba duramente en el plano ideológico, y en cambio, había un profundo respeto personal entre sus protagonistas.

No sé bien cuando esta filosofía cambió. Quizá ni siquiera se trata de un momento, sino de un deterioro progresivo del que fuimos conscientes un día por alguna noticia que llama la atención por inusual. De cualquier manera, nada es igual.

Un buen amigo suele decir que España, hoy por hoy, es el país en el que más se respetan las ideas, pero no así a quienes las defienden. Son el blanco a disparar y, parece, que su abatimiento es el único fin de la acción política. Se destroza la credibilidad y la imagen de los responsables públicos, el precio de apuntar a los nombres propios es que las ideas permanecen ilesas.

Alguien debió darse cuenta de que es más efectivo para vencer a un partido político demoler a su dirigente. No es por lo que piense, diga o haga, sino por el hecho de ser la encarnación de las ideas que hay que combatir. Suele ser muy sencillo, se esculpe a golpes de cincel mediático con mentiras o semiverdades una imagen, para que una vez haya calado en la opinión, la caída sea inminente.

Como, además, se han producido muchos más casos de corrupción de los que se pueden digerir en una democracia sana, el caldo está servido, la categoría sustituye a la casuística. Se siembran dudas sobre alguien y, el posterior juicio mediático se encarga de lo demás. Es irrelevante si la causa contra él no prospera, el daño está causado y la mácula le acompañará durante mucho tiempo.

El debate termina situándose sobre si el sistema es impermeable a la corrupción o tiene demasiados agujeros. Un gran debate y necesario, sin duda, pero entre tanto, toda la actividad política y periodística va dirigida a hacer aflorar las corruptelas que “están escondidas” esperando que un avezado investigador opte al Pulitzer y la opinión pública esté cada día más convencida de que “todos son iguales”.

Da igual que se trate de “auténticas verdades” o de “verdades construidas”, estas se contaminan de las otras y el resultado es que ser político es sinónimo de delincuente. Pero las ideas permanecen entre algodones, intactas, con ellas no va la cosa, y solo sobreviven aquellos políticos que no llaman mucho la atención, que no molestan a nadie, porque de esa manera tampoco se convertirán en diana.

Encuentran su propia coartada para no hacer nada contra su adversario, desde la manida frase de que “mi estilo es otro”, hasta agarrarse a la cátedra de metafísica, muy útil para forjarse una reputación, pero absolutamente inútil en un parlamento. Quizá lo que pasa es que un cirujano es útil en un quirófano, pero puede ser un desastre como contable, por prestigioso médico que sea.

Pero no se engañen, los políticos invisibles ni rozan las ideas del adversario, saben bien, que si atacan las ideas, recibirán una ofensiva personal que puede acabar con su prestigio.

Mi admirado Joaquín Leguina nos da una nueva lección sobre cómo se lucha por las ideas respetando a las personas en el libro “Os salvaré la vida”, del que es coautor y último Premio de Novela Histórica Alfonso X El Sabio. En él, relata la vida de Melchor Rodríguez, el ángel rojo, un anarquista en la Guerra Civil que salvó y evitó muertes arbitrarias, alguien que penó por sus ideas, pero jamás las usó contra nadie.