Ángela Vallvey
Perdón
Un día, un amigo me ofendió. Aquello me dolió, y él se dio cuenta. No fue capaz de pedirme perdón; sólo se dignó a decir: «No estás molesta, ¿verdad?», dando por hecho que yo respondería: «No, ¡no te preocupes!». Pero, por supuesto, estaba afligida y él lo sabía. Me hubiese sentido mejor recibiendo sus disculpas. Se negó a dármelas, y me consideré doblemente lastimada. Entonces reflexioné sobre el acto del perdón. A mí me enseñaron –acaso de manera anticuada– a pedir perdón cuando una no obra con razón y ofende a alguien, aun sin querer. Si bien en España es muy difícil, casi imposible, encontrar personas dispuestas a pedir perdón cuando han actuado de manera injusta, odiosa, inmoral o escandalosa, perjudicando con ello a terceros. Generalmente, se entiende castizamente el acto de pedir perdón como una forma de «rebajarse». ¿Por qué cuesta tanto pedir disculpas si el perdón beneficia a quien lo pide y al que lo otorga? Con el perdón se calma la necesidad natural de hacer justicia por parte del ofendido, que renuncia así al castigo y al afán de venganza sobre el ofensor. ¿Por qué esa resistencia a practicar el perdón, que sólo ofrece ventajas...? La respuesta puede estar en la etimología de la palabra «perdonar» (del lat. per y dona-re, dar). O sea: el perdón es un regalo, una ofrenda, un presente. El ofendido regala su perdón pero el ofensor, demasiadas veces, no es capaz tan siquiera de pedirlo porque su mezquindad le impide tolerar la generosidad ajena, considerándola humillante. Porque aceptarla sería también un acto de benevolencia y no puede ser generoso alguien acostumbrado a agraviar, insultar y agredir.
Muchos responsables del desastre actual de España no han ido a la cárcel como deberían, y lo que es peor: ni siquiera han pedido perdón.
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