Cristina López Schlichting
Piropos y piropos
El mejor cumplido de mi vida me lo hizo el periodista y poeta José Miguel Santiago Castelo. Hacía un calor infernal en la redacción y, de pura desesperación, sudando un mar, me pidió prestado el abanico. Al día siguiente se acercó a mi escritorio: «Toma, bellezón...», balbució bajito y, dándome un beso, me regaló un abanico nuevo que había tatuado personalmente con un verso: «Aire por aire». Han pasado veinte años, Castelo clarea los cielos, y todavía su piropo me calienta el alma. En cambio, en la calle Serrano de Madrid, embarazada de mi primer hijo, un monstruo me miró y me preguntó: «¿Quién te ha hecho eso, guapa, que te lo hago otra vez?». Una arcada me retrepó por la garganta y hasta hoy me dura el asco.
El problema de todo esto es que no se puede legislar. La virtud del alma, la gracia del espíritu, no se pueden establecer por norma. ¿Tenemos que renunciar al elogio por culpa de los cafres? Bien está que se afee la conducta del grosero, pero tengo para mí que esta ofensiva mundial tiene otros fundamentos, plenamente ideológicos. Me explico. Aunque las mujeres también halagamos, en general el varón es más sensual en el piropo. Yo creo que es esto, exactamente esto, lo que se quiere erradicar, la diferencia entre los sexos. Determinada mentalidad detesta la coquetería de la mujer y el piropo del varón, e imagina un mundo romo de robots neutros. Sin embargo, no es una época precisamente mojigata la nuestra. Los locales de intercambio de parejas viven una edad de oro; la trata de blancas florece y el viernes de hace dos semanas se representó, por poner un ejemplo, la obra «Monte Olimpo» en los Teatros del Canal de Madrid, que pretendía ser un homenaje a las bacanales griegas y en la que los actores se masturbaban, tenían relaciones sexuales en directo y un joven fue sodomizado con un puño en pleno escenario y sangró por el ano, para susto de los presentes.
Puesto que son los mismos bien pensantes los que programan los teatros públicos y las campañas de higiene mental contra el piropo, me tienen hecha un lío. ¿Hay que respetar a las personas siempre o siempre que no medie una entrada pagada? No me negarán que es paradójico que coincidan en el tiempo la simpatía hacia las más extremas prácticas y un puritanismo victoriano hacia cualquier comportamiento supuestamente «antifeminista».
Bien está que mejoremos en el respeto, pero me niego a pensar que las burradas que los chicos se dicen en un chat de la Universidad de Albacete (bromeando sobre violar en manada a una compañera) no tengan que ver con una sociedad donde cada vez más jóvenes van de putas con naturalidad, acostarse con varias personas a la vez es visto como fascinante y el sexo se ha convertido en un pasatiempo donde la persona no importa. Basta de hipocresía. Prefiero una sociedad que piropea y ama a otra circunspecta y degenerada.
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