José Luis Alvite
Pómulos de madera
Nunca estuvo entre las mujeres que me resultaban atractivas, ni lo estará ahora en atención a la indulgencia que se suele tener con los muertos. Tampoco modificaré mi idea de que era una actriz mediocre y una cantante de cuya voz se enteraba apenas su garganta. Elevada al estrellato por sus incondicionales, yo creo que la cima cósmica de Sara Montiel estaba en ser un bonito prospecto en el escaparate en cualquier peluquería de provincias, con su ensayada boquita de piñón y sus sobresalientes pómulos de madera, encofrada en un aura de laca y perfumada con el mismo exceso con el que en algunos pueblos se aliña el conejo. Como yo la recuerdo, y aun la veo, lo más relevante en su cabeza no fueron nunca las ideas, sino los peinados, igual que de su boca no creo haber escuchado frases que me resultasen más interesantes que el humo de los cigarros que fumaba. Estuvo en Hollywood, es cierto, y se coló allí en algún reparto, pero eso sólo explica la habilidad que se dio para conseguir unos cuantos papeles en los que habría estado igual de elocuente si por orden del director permaneciese muda. Contó también sus amoríos con importantes actores que, curiosamente, estaban muertos en el momento de hacer ella sus revelaciones. ¿Por qué entonces tenía Sara Montiel tantos devotos seguidores? Desde luego, porque representa la clase de atractivo femenino que gusta a muchos hombres, una compacta y cinegética belleza rehogada que a simple vista daba poco que pensar y tenía mucho que comer, una túnida mezcla de sensualidad y cosmética que de algún modo representó a su manera la feminidad racial e impulsiva de una clase de mujer decorativa y suculenta, que lo mismo merecía un piropo, que un bocado. No era mi ideal de mujer, es cierto, y sin embargo la echaré de menos porque ahora con sus cualidades artísticas y su tez de caza mayor sólo nos queda Cristóbal Montoro.
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