Manuel Coma

Putin: el invasor

El presidente ruso Vladimir Putin dice que no invade, pero actúa como si fuera a hacerlo. Eso le da dos opciones: invadir y hacernos ver que puede llevar a cabo la invasión en cualquier momento. Lo contrario que el mandatario estadounidense Barack Obama, que le dice que en ningún caso le va a responder con el uso de la fuerza. Sólo sanciones. Además, así deja también abierta la vía diplomática. Que no se diga que no está dispuesto a negociar. Todo es cuestión de precio. Si le dan lo que quiere, retirará sus fuerzas sobre el terreno.

Putin puede perfectamente estar diciendo la verdad. Mucho mejor si consigue lo que se propone sin necesidad de atacar, pero para conseguirlo necesita mantener viva y apremiante la posibilidad del ataque, sin la cual tendría que retirarse del juego... Por ahora. Por eso no camufla sus fuerzas y las deja bien expuestas a la fotografía desde el satélite. Su decisión dependerá de las circunstancias, y no puede descartarse que en un momento dado sea la retirada, por ahora, lo que más le convenga de cara a la próxima ronda de intimidaciones y avances territoriales, si bien es muy poco probable, porque la carta de la amenaza de invasión sigue siendo un triunfo.

En todo caso, tiene, una fecha límite, el próximo 25 de mayo, en que se celebrarán en Ucrania las elecciones presidenciales. Así que debe lograr sus objetivos antes, o tiene que impedir la votación o deslegitimarla. Si el nuevo jefe del estado ucraniano es elegido de forma convincente, la principal justificación de toda su política ucraniana se viene abajo: el actual Gobierno provisional es fruto de un alzamiento fascista contra un mandatario democráticamente elegido, su aliado el depuesto presidente, Viktor Yanukovich. Al coronel de la KGB le repugna la insumisión contra el orden constituido. Además, y eso viene después, esa revuelta y ese Gobierno ilegal, dice su abrumadora propaganda, persiguen a los ciudadanos que se consideran rusos étnicos e incluso a los que simplemente son rusófonos. Desde Moscú no se hace la distinción, se los amalgama, para aumentar el número de supuestas víctimas. Vladimir Putin ha conseguido que su Parlamento y su pueblo aplaudan de manera entusiasta su proclamación del derecho a protegerlos allí donde estén, que es en toda la periferia exsoviética de la actual Federación Rusa.

El objetivo proclamado oficialmente, que respalda con la agobiante presión que está ejerciendo, es una reforma constitucional que convierta a Ucrania en una federación. Lo que propone es tal grado de autonomía que los «oblasts» o regiones que podrían tener hasta su propia política exterior. Eso va incluso más allá de un arreglo confederal y, desde luego, nada que estuviera dispuesto a conceder a ninguno de los miembros de la Federación Rusa. El poder de Kiev sería debilísimo y estaría a su merced, mientras que cuenta con que su capacidad de intromisión en las provincias más prorrusas del este y del sur, de grado o bajo coacción, sería potencialmente ilimitada, dejándole expedito el acceso a Crimea, que por tierra sólo es posible a través de territorio ucraniano y, siguiendo por el norte del mar Negro, a Transnistria, pequeña escisión rusa de Moldavia, entre el suroeste ucraniano y Rumanía, e incluso hasta aquella república exsoviética, que podría muy bien ser el siguiente objetivo del presidente Putin. Además, Ucrania quedaría neutralizada, aunque en la práctica, dependiente de Rusia: su propia Constitución, o un acuerdo internacional, le vetarían el ingreso en la OTAN y en la Unión Europea. Lo primero ya se lo ha concedido expresamente Barack Obama, a lo segundo podría muy bien llegar Bruselas.

Pesos pesados del pensamiento estratégico americano, como los viejos Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinsky, habitualmente locuaces y enfrentados, sólo se han pronunciado en esta magna crisis para proponer la «finlandización». En los años noventa, durante el debate sobre la ampliación de la OTAN a países del antiguo Pacto de Varsovia, Kissinger insistía en que el haber dejado en Europa Centrooriental, entre Alemania y Rusia, tras la Primera Guerra Mundial, una serie de débiles estados nuevos, desprotegidos, como una tierra de nadie, tuvo mucho que ver con los orígenes de la Segunda Guerra. Lo que ahora se pretendería ofrecer a Ucrania, con sus exiguas capacidades, bajo aquella fórmula de la Guerra Fría, resulta realmente ser mucho menos que lo que tuvo Finlandia. Desde su extrema debilidad, Kiev se niega en redondo a cualquiera de esas ofertas putinescas, algunas aceptadas preventivamente por el Oeste.

Para lograr los objetivos del Kremlin es indispensable mantener a toda costa la inestabilidad en el país y fomentar el enfrentamiento entre prorrusos y nacionalistas ucranianos o entre aquellos y las autoridades provisionales. La operación está en marcha. Para ello, se ha producido una infiltración de agentes rusos y fuerzas especiales y una movilización de elementos afines sobre el terreno, motivados por la ideología, el chantaje o el dinero. Civiles armados con kalashnikovs y armas cortas y bien adiestrados delatan su origen. La solicitud de un referéndum de independencia al estilo de Crimea, quince días antes de las presidenciales es también muy revelador de la partida que está en marcha. Es mucho lo que está en juego. El mandatario ruso ha elevado mucho las expectativas en sus compatriotas y no puede retirarse sin obtener algo a cambio, aunque algo, y más, ya se le ha ofrecido. El premio no está sólo en el interior de Ucrania. Vencer es humillar un poco más a Occidente. Pero también corre sus riesgos. Ucrania es un peso muerto sumamente gravoso para echárselo a la espalda, con una economía propia en retroceso. Quién sabe si no convertiría al país en una Yugoslavia de los años noventa o un Afganistán de los ochenta, con un Occidente ayudando, como hizo con los muyahidines antisoviéticos. Y una escalada lo sería también en cuanto a las sanciones. Ahondar la fosa con el Oeste también tiene sus costes. Vladimir Putin tiene que calibrar muchos riesgos.