Alfonso Ussía
Quiebras agasajadas
El multimillonario de Dakota del Norte, Johannes Maxwell, acumuló una gran fortuna vendiendo sus célebres timbres para bicicletas «Max». Un timbre normal se oía a cien metros, en tanto que el «Max» alcanzaba los dos kilómetros de expansión audible. Se trataba de un negocio tan seguro y provechoso que lo podía administrar el más tonto del mundo. El más tonto del mundo era su único hijo, Johannes Maxwell II. Era tan tonto que decía que un viaje de Nueva York a Panamá era más corto que el de Panamá a Nueva York, porque el primero se hacía cuesta abajo y el segundo cuesta arriba. Al final, con muchos esfuerzos, el negocio se fue al traste. Y con la ruina, el viejo Maxwell, el fundador, recuperó la felicidad perdida. Le quedaron muy escasos dineros, que utilizó celebrando hasta su fallecimiento los aniversarios de su ruina. Acudía lo más elegante de Dakota del Norte, unas veinte personas aproximadamente, a las que en Nueva York o Boston no les hubieran permitido entrar en el «hall» de un hotel de lujo.
Algo parecido a la obsesión de los Maxwell por celebrar la memoria de una quiebra le sucede al independentismo catalán. Ese afán por rendir tributo a las derrotas no ayuda al entusiasmo. La «Diada» es ejemplo de ello, y probablemente la causa de que el ambiente ante el monumento a Rafael Casanova sea tan áspero y antipático. Mas aún, desde que se ha sabido que Rafael Casanova se sentía y consideraba más español que el billete de mil pesetas en tiempos de Franco con la imagen de los Reyes Católicos en el haz de la lechuga.
La guerra de Sucesión no enfrentó a españoles partidarios de la unidad nacional y a separatistas catalanes. Fue una guerra dinástica entre dos opciones monárquicas y españolísimas. Los partidarios de los Borbón y Felipe V contra los defensores del Archiduque Carlos y los Austria. La caída del gran bastión de los archiducales, Barcelona, estableció el principio del fin de la pugna. En la batalla, y al mando de un buque de la Armada Real, intervino y fue herido don Blas de Lezo, al que los nacionalistas que no existían en aquellos tiempos todavía no han perdonado.
El pasado 9 de enero, y presidido por el Presidente de la Generalidad de Cataluña, se conmemoró en Barcelona el tercer centenario de su derrota. Tenían que haber intervenido los fantásticos «Les Luthiers» argentinos, que compusieron e interpretaron una genial «Marcha Inmortal» dedicada a sus ejércitos. La «Marcha Inmortal» finaliza con un fondo de cañonazos, inspirada en la Obertura de 1812 de Tchaikowsky, y un airoso toque coral que canta: «Perdimos, perdimos... perdimos otra vez». Claro, que en otra contienda, y más reciente, entre españoles, el grito de guerra de los defensores de Madrid era «No pasarán», y vaya si pasaron, o al menos así lo cantó otra argentina, Celia Gámez.
El Presidente de la Generalidad y máximo representante en Cataluña del Rey Felipe VI asombró y dejó pasmado a una buena parte del público celebrante de la derrota con una frase de calado universal: «No se puede aspirar a la libertad y a un Estado propio con una mentalidad regional». Lo dijo, firme y enervado, quien ha hecho de su obsesión pueblerina y aldeana su único objetivo gobernante. Tengo para mí que este hombre se está zumbando de manera irreversible y ya no sabe qué decir. Puede sorprendernos con cualquier salida. La de declarar unilateralmente la independencia de Cataluña o la de solicitar su ingreso como sargento reservista en el Regimiento de Montaña de Jaca, donde aprendería a no celebrar las derrotas y las ruinas, como los Maxwell.
✕
Accede a tu cuenta para comentar