José Clemente
¿Reforma constitucional?
En los actos oficiales celebrados ayer en el Senado para conmemorar el trigésimo cuarto aniversario de la Constitución Española de 1978 pudimos asistir a los prolegómenos de lo que será buena parte del debate político del año que estamos a punto de comenzar, por no decir de lo que resta de legislatura, pero que es bueno y conveniente que abordemos desde la tranquilidad por el bien de España y de todos cuantos vivimos y trabajamos en ella. Un debate, el del modelo de Estado, insistentemente reclamado desde estas «Crónicas Murcianas» y muchas otras tribunas de opinión, para adecuar nuestra Ley de Leyes a los tiempos que corren y cortocircuitar la deriva a ninguna parte a la que nos quieren llevar unos nacionalismos decimonónicos en los que empiezan a fallar algunos de los elementos fundamentales de las libertades públicas e individuales. Un debate, dicho de otro modo, que ya se ha anticipado a la normalidad democrática por parte de determinadas comunidades autónomas, porque es, justamente en ese estadio de anormalidad, donde encuentran el abono para plantar la discordia y la confrontación entre los españoles y sus respectivos territorios. Por eso, en un día tan señalado para todos como el del 34 aniversario del referéndum en el que más del 70 por ciento de los españoles acudieron a las urnas para votar afirmativamente por la Constitución del 78, no podían faltar las referencias a su posible reforma, especialmente después de lo ocurrido en Cataluña diez días antes, donde el gobierno de la Generalitat planteó unas elecciones con tintes plebiscitarios con la independencia de ese territorio como telón de fondo.
Y lo ocurrido ayer en el Senado indica a grandes trazos por donde puede transitar ese debate, si antes no asistimos, que mucho me temo que podría suceder, a que la respuesta nacionalista se circunscriba al rechazo frontal, al no permanente y alejada de los cauces lógicos de confrontación de ideas, pareceres y propuestas que un debate de semejante envergadura reclama de todos los actores políticos y analistas, tanto de dentro como de fuera de las instituciones, con lealtad, respeto y tolerancia, que son los grandes posos de este largo periodo de convivencia que nos trajo la Constitución que ayer conmemoramos. Y digo que lo ocurrido ayer en el Senado algo nos indica cuando todos los grupos nacionalistas, capitaneados por CiU y PNV, dieron plantón al Gobierno y a la oposición socialista ausentándose de acudir a dichos actos, algo también secundado pero a medias y de forma zarrapastrosa por los comunistas de IU, que de un tiempo a esta parte se nos han vuelto «cojos manteca», como vimos este verano con las marchas del alcalde rico de Marinaleda, que no cesa de ladrar a la luna para que nadie repare en la corrupción política de la Junta andaluza que él y su partido sustentan desde hace ya mucho tiempo.
Pues bien, ese plantón de los nacionalistas en bloque (siempre les quedará el derecho al pataleo) no anuncia tiempos tranquilos para abordar un debate de esa dimensión. Primero, porque la posible reforma del Estado, que implica una reforma constitucional, o viceversa, no puede hacerse bajo la presión de determinadas comunidades autónomas, que rehúyen el debate porque lo que buscan no es más España, aunque sea de otro modo y con otros ropajes, sino lo contrario, es decir, menos España y a ser posible, alejados o separados de ella para los restos. Eso mismo lo escenificaron y hasta lo hablaron ayer los dirigentes del PP y del PSOE, a veces revueltos y otras veces por separado. Para el PP de Mariano Rajoy el marco donde se desenvuelve la actual Constitución y toda ella misma gozan de plena vigencia, lo que invita a no tocar nada porque los experimentos, en asuntos tan transcendentales, ni con gaseosa. Del mismo modo, opina que una reforma constitucional sólo debería abordarse en un clima de absoluto sosiego político, no de confrontación, pues no es eso lo que quieren los españoles, sino acabar con la crisis y poner a España en la senda del crecimiento. Para el PSOE es justamente la hora de lo contrario, o dicho en román paladino, hay que adecuar la Constitución a nuestros tiempos sin temor alguno, pues algunas cosas han quedado anticuadas y es preciso actualizarlas.
Vaya por delante que ambas propuestas son tan legítimas como democráticas, e invitan, que seria lo lógico, a la apertura de ese gran debate nacional para ver cuál es el estado de salud de nuestra Carta Magna en relación al contexto en el que vivimos, en decir, la Unión Europea. Cierto es que no debemos temer una puesta al día de nuestra Ley de Leyes, pero como decía anteriormente, eso sólo es aconsejable en medio de un clima político de serenidad y diálogo, cosa que ahora no existe con quienes buscan fagocitarla, por tanto, nuestro tiempo presente invita más a no tocar lo que funciona que a meternos en aventuras para Dios sabe qué. Y tanto en un supuesto como en otro eso no quita que el debate quede abierto y se produzcan aportaciones desde todos los puntos de vista imaginables, pero sin hacer del mismo necesidad, porque para necesidad tenemos muchas otras más urgentes si cabe. Tampoco se trata de meter la cabeza bajo tierra cual avestruz que no quiere ver al león que se lo va a zampar. No. Se trata de hacer las cosas bien hechas y a su debido tiempo. La Constitución ya ha sido reformada en anteriores ocasiones, como lo fue antes del ingreso de España en la Comunidad Económica Europea (CEE), pero el consenso mayoritario que debe reunir dicho cambio, los motivos que lo justifiquen tan claros y el interés general tan palmario, que lo contraproducente sería no reformarla. La mayoría de los españoles, según un sondeo de opinión del CIS sobre la reforma de la Constitución, la quiere como está, aunque haya división de pareceres sobre el temor a modificarla. Esta división de opiniones responde a que los españoles no tienen miedo a actualizar su Carta Magna, simplemente indica que quieren las cosas bien hechas, porque para chapuzas, ya tenemos los nacionalismos.
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