José Antonio Álvarez Gundín
Reivindicación de los jesuitas
El día que el Padre Arrupe, aquel gigante del espíritu que sobrevivió en Japón a la bomba atómica, sufrió un ictus cerebral, el destino de la Compañía de Jesús se perdió en caminos de penumbra y desde entonces ha vagado en los suburbios vaticanos como un penitente llamando a las puertas del cielo. La travesía ha sido larga y dolorosa, en ocasiones humillante, tal vez excesiva para quienes habiendo sido la aristocracia intelectual de la Iglesia fueron reducidos a menestrales expulsados del poder. Pero todo cambió este miércoles. La elección de un jesuita como Papa por primera vez en la historia restaña la herida abierta hace 30 años en el corazón de la Iglesia y recupera para los ejércitos pontificios a su división mejor acorazada. «Ad maiorem Dei gloriam», por supuesto.
Resulta asombrosa la capacidad de la Compañía de Jesús para renacer de sus cenizas y para suturar las puñaladas de la Historia. No había cumplido los cien años la orden ignaciana y ya se había ganado la enemiga del Papado, de las Monarquías católicas y de los ordinarios del lugar, no tanto porque les disputara el poder como por defender su independencia. En Iberoamérica, precisamente, a no muchos kilómetros de donde nació el Papa Francisco, tuvo lugar el primer duelo a muerte entre Roma y Loyola a causa de las misiones guaraníes, las llamadas Reducciones del Paraguay. Robert De Niro y Jeremy Irons nos ilustraron en «La Misión» cómo terminó aquella pasmosa utopía que desafiaba a los poderosos y pretendía cambiar el curso de la historia. Los siglos siguientes no fueron menos apacibles para una orden religiosa que transitaba por la vida pisando todos los charcos, de ahí que fuera expulsada de varias naciones, incluida la muy católica España, prohibida en otras y perseguida con saña antisemita en casi todas. Así hasta llegar a los años 60 del siglo XX, cuando la vanguardia intelectual que bulle en sus afamadas universidades cree retornar a la experiencia guaraní y desenfunda la Teología de la Liberación como arma revolucionaria para instaurar el paraíso en América Latina. Aquel desvarío llevó al desastre, provocó un cisma interno entre los jesuitas y redujo a escombros el prestigio de la Compañía. Juan Pablo II, el Papa polaco que derribó el Muro, la intervino con piadosa mano de hierro al modo que la «troika» interviene ahora los países quebrados. Volvieron a los ignacianos los años grises del ostracismo y la melancolía de la destierro. Hasta el 13 de marzo de 2013, cuando la barca de Pedro retoma los viejos cauces de la unidad y la reconciliación con el nombre de Francisco. A ver lo que dura.
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