Luis Suárez

¿Retornan los totalitarismos?

La Razón
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A menudo cometemos el error, guiados por la propaganda de la Segunda Guerra Mundial, de malinterpretar ese fenómeno político que fue definido por Lenin. Totalitarismo quería decir sometimiento del Estado y de la sociedad al poder del Partido que es depositario absoluto de toda autoridad. Al principio se trataba de un Partido único y así lo entendieron la URSS, Alemania, Italia y más tarde el maoismo y las otras secuelas que aún permanecen. Fue la Iglesia, es decir Pio XI, a través de sus encíclicas, «Mit brennen der Sorge» y «Divini Redemptoris» quien primero lo condenó de forma rotunda ya que al invertirse los términos el Estado dejaba de ponerse al servicio de los ciudadanos eran éstos los que se convertían en meros instrumentos de un Estado que a su vez no pasaba de ser un mecanismo en manos de los que, en nombre del Partido, asumían un poder absoluto. Cuando en 1939 nazis y soviéticos concertaron el acuerdo para repartirse Polonia, Ribbentrop y Molotov proclamaron en términos alegres la identidad.

Después, como sucede entre hermanos al discutir la herencia, también se pelearon entre sí. Rusia estableció acuerdos de colaboración militar con los aliados, pero nunca quiso identificarse con ellos: la verdadera democracia no podía estar ligada al sistema liberal parlamentario sino que era «popular». En todos los países sometidos después a la custodia de la URSS se implantaron sistemas totalitarios que se definían como democracias populares. Ahora, en Europa, estamos presenciando un retorno a lo que se califica de «populismo». Mantiene, desde luego los principios que ya el marxismo presentara como los grandes logros en la evolución de la Humanidad: rechazo en primer término de la religión ya que, como se explicaba en el manual de Historia de la Universidad Patricio Lumumba, que me regalaron en Moscú, «es científicamente demostrable que Dios no existe». Y de ahí sale la consecuencia de considerar a la religión como un mal; puede tolerarse si no hay más remedio pero mejor sería que dejase de existir.

De toda esta doctrina han pervivido otros argumentos que aceptaron las democracias después de su victoria. Curiosamente seguimos diciendo que nazismo y fascismo eran extrema derecha; olvidamos que Hitler se limitó a añadir una ene a la formula PSOE propuesta por Pablo Iglesias (curiosa la coincidencia en el nombre con el creador de Podemos) y que Mussolini había sido principal dirigente del socialismo cuyas células se llamaban fascios. Ahora el ciudadano es relegado a un minúsculo papel cuantitativo porque la decisión se encuentra en manos del Partido. Significativamente los nuevos partidos cuentan con una minoría de afiliados –200.000 se han indicado en el PSOE, e ignoro el número de afiliados del PP– y buscan la mayoría que puede darles la razón, en los votos del común de los ciudadanos. Estos escogen normalmente lo que les parece un mal menor, para evitar que se impongan los «otros».

En consecuencia, al mismo tiempo que se producía el gran cambio en la URSS y el sistema chino evolucionaba hacia un marxismo capitalista que hacía de aquel país uno de los principales mercados del mundo, sobrevivía el principio de que son los partidos, plurales incluso, los que asumen el poder reduciendo al Estado a mero instrumento mientras permanecen en él. Claramente se expresa esta doctrina en España por medio de ese nombre Podemos, que solo así puede explicarse. El relevo, ahora definitivo, de IU, que ha decidido refundirse, basta para explicar las consecuencias. Si el populismo consigue hacerse con el poder no deben sorprendernos las consecuencias. Como en los pasados totalitarismos se procederá a una remodelación de la sociedad en todas sus dimensiones. Estoy procurando no hacer juicios de valor sino únicamente de explicar las cosas como puede, desde sus experiencias longevas, explicar un historiador.

En los nuevos sistemas, que han ido suprimiendo la herencia del liberalismo, el ciudadano ha perdido protagonismo absoluto. Es el partido, de manos de sus dirigentes, quien escoge a los candidatos y los incluye en una lista. Luego se dice al simple ciudadano: aquí tiene las listas y escoja uno. Pero bien entendido de que si al votante se le ocurre borrar uno de los nombres por juzgarlo Indeseable, su voto será considerado nulo y, en consecuencia, su derecho suspendido. Usted vota al partido y no a las personas y la mayoría que puede proporcionar podrá ser luego administrada, con acierto o error por el propio partido. Si los resultados le disgustan queda únicamente una opción, quedarse en casa y guardar silencio, es decir, someterse a los resultados.

Cada partido cuenta además con una pequeña élite de dirigentes cuyo relevo únicamente ellos pueden decidir. Ahora se está defendiendo la tesis de consultar a los afiliados, pero ya hemos indicado que se trata también de una minoría aunque más amplia. Para un medievalista no deja de llamar la atención que a esos dirigentes se les califique coloquialmente de «barones». Pues barón era el primero y más bajo de los títulos de la nobleza señorial cuando esta se consolidó en el siglo XIV. Una especie de nostalgia hacia aquella aristocracia que también pretendía el ejercicio del poder.

Si queremos evitar esa especie de resurrección de los totalitarismos, algo hay que hacer. El arrepentimiento suele llegar tarde. Uno de los primeros pasos, probablemente sería que los dos partidos más votados, en lugar de enfrentarse con insultos, se pusiesen a trabajar en la elaboración de un programa común seleccionando los aspectos positivos que, sin duda, todos tienen. Un mínimo común denominador puede evitar el retorno a los excesos del totalitarismo que están suficientemente comprobados por la conciencia histórica. Repitamos una vez más la advertencia: los errores se pagan. Y vale más evitarlos que redimirlos.