El desafío independentista
Revolución
Hablemos, pues, de Cataluña. Hoy no hay más remedio. El pulso está en todo lo alto y España se la juega en este peligroso trance. Los que hemos vivido de cerca desde el principio la transformación del país, de la dictadura a la democracia, superando cien obstáculos, no podemos permanecer ahora de observadores impasibles ante lo que está pasando. Es toda la sociedad española la que debe movilizarse contra estos golpistas de corbata y sus atrabiliarios colaboradores desnortados. Se acerca el desenlace. La emoción se respira en el aire. El presidente del Gobierno, con su solemne mensaje institucional de la noche del miércoles –que supongo que ya habrá remitido en sobre oficial o por burofax a la Generalitat– ha cumplido, me parece, con el trámite obligado establecido en la Constitución antes de convocar de urgencia el pleno del Senado y aplicar de lleno el artículo 155 si Puigdemont se niega a cancelar el ilegal referéndum. La advertencia suena a ultimátum, aunque, por consejo socialista, se ofrece al levantisco, si entra en razón, una mesa de diálogo y la mano tendida. Un esfuerzo noble, pero inútil. La respuesta inmediata ha sido, con cara seria y corbata oscura, la sedición desde la calle.
Todo el mundo se pregunta hoy qué va a pasar. Y nadie sabe la respuesta. Cortocircuitado con la ley en la mano el malhadado referéndum prometido, ¿derivará el conflicto en un brote revolucionario incontrolable o en convocatoria de elecciones? Es verdad que la revolución, como dice Trotsky, no elige sus caminos; en Rusia hizo sus primeros pasos hacia la victoria bajo el vientre del caballo de un cosaco. Sin embargo, aunque la protesta está ya en la calle, no es probable que la frustración, manejada por los independentista más fanáticos y las fuerzas antisistema, derive en un proceso revolucionario propiamente tal. Estamos en Europa y en la OTAN. Y, como me decía el otro día un socialista conocido, «con treinta mil dólares de renta per cápita no hay revolución que valga». Y entonces me he acordado de la frase que Azorín atribuye a Ramón de Campoamor: «La espuma de la revolución son los harapos sucios». No es el caso de Cataluña. Allí no hay harapos. Y esta agitación no viene de los barrios pobres. Puede que no falte mucho para que la burguesía catalana despierte de su sueño imposible.
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