Manuel Calderón
Revolución sin salir de casa
Al final va a tener razón Pascal cuando dejó dicho que todas las desdichas del hombre vienen del hecho de que no es capaz de estar sentado tranquilamente, solo, en una habitación. Se veía venir la impronta burguesa de este científico que, tras dar pasos fundamentales en la teoría de probabilidades, se dedicó a la filosofía, que es una disciplina en la que no se piden reclamaciones ni aunque provoque desastres de magnitud incalculable. El caso es que el 25 de abril de 1974 quien le roba ahora su tiempo quiso incumplir el anterior precepto y le pidió permiso a su padre para irse a Portugal, nada más acabar el curso, a conocer la «revolución de los claveles», de la que mañana se cumplen cuarenta años, en busca de nuevas experiencias. Mi padre, como Pascal, me contestó que lo que tenía que hacer era encerrarme en mi habitación (sic) y estudiar, que era lo propio de la edad, aunque bien pensado él también hubiese cogido la puerta camino de Lisboa. Sólo le hice caso en un cincuenta por ciento. Confieso ahora que en mi padre funcionó una especie de orgullo patriótico: no concebía que los portugueses se librasen antes de Salazar que nosotros de Franco. Pero así fue. Nuestros vecinos pobres, o tanto o más pobres que nosotros, se habían echado a la calle liderados por militares de un ejército colonial hartos de mosquitos y «saudade». Ellos ahora no hablan de transición ni ejercitan revisiones históricas: la revolución lo barre todo. Por aquellas fechas, en España, y en concreto en Barcelona, se celebraba Sant Jordi, tal día como ayer, con sus rosas, sus libros y sus senyeras, con una fidelidad perruna a la tradición, que ha llevado a grados de perfección marmórea. Pero todo se renueva: algún escritor ha llamado la atención sobre el hecho de que el lector ya no se conforme con la dedicatoria y la firma del autor y sólo busque un «selfie», con el riesgo de ni comprar el libro.
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