José Luis Alvite
Sangre y vendimia
No me gustan los aviones rápidos que vuelan alto. Tendría que haber vivido en otro tiempo, cuando los aviones de combate eran lentos, elegantes y volaban tan bajo que podías verle las costuras al fuselaje y la cara al piloto. Miles de aviones así combatieron en aquella Europa repleta de bicicletas, campanarios y carteros. A veces el avión recibía un impacto, aterrizaba de emergencia en cualquier prado y nunca le faltaba al piloto una mesa en la que sentarse a esperar la cena mientras la tímida muchacha campesina reparaba su aeroplano con la caja de la costura, de repente entristecida por la idea de que aquel muchacho de Michigan tuviese que reemprender el vuelo tan pronto llegasen las primeras luces del día hasta las brasas textiles del fuego de leña. «Me espera mi escuadrón en la base al otro lado de los acantilados blancos de Dover. Mañana será otro día. Y yo sobrevolaré seguramente este mismo lugar y dejaré en el aire la fragancia del jabón con el que has enjuagado mi aeroplano», prometía el aviador. «Y si te abaten de nuevo... ¿quedarás a cenar? Todavía hay varios ovillos de hilo gris en la caja de la costura». Entonces amanecía en acuarela sobre la dulce geometría verde de la campiña, el aviador se despedía con emocionada cortesía, echaba a rodar su aeroplano por el sembrado y al poco rato se levantaba del suelo el elegante ajuar del vuelo, dejando por la cola el estrambote perfumado de una blusa recién salida de la colada. La campesina se volvía a casa, recogía la loza del desayuno y pensaba que en medio del espanto de la guerra ocurría a veces que se presentaba a cenar alguien como el muchacho de Michigan, aquel aviador que de regreso en América recordaría que Europa era un lugar antiguo, lento y hermoso en el que incluso la muerte tenía en los labios la sangre de un beso y el sabor de la vendimia.
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