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Ángela Vallvey

Sin..

Antaño, los padres reprendían a su prole con el verbal latiguillo (siempre preferible al látigo de verdad) de: «¡Niño...! ¡¿Es que no te da vergüenza?!». La vergüenza era el ladrillo con el que se edificaba la educación moral de las gentes. No tener –o no sentir–vergüenza era una suerte de osadía según Teofrasto, pues se precisaba ser insolente y desmandado para hacer esas cosas que no están bien vistas por la religión y la usanza o costumbres sociales. También por vergüenza torera a veces no se aceptaban ciertos trabajos. Es el caso de un cortesano muy pelma que, en tiempos de Fernando VII, iba detrás de Su Majestad suplicándole que le diese un cargo digno de su categoría, pues es sabido que en España tradicionalmente las expectativas de empleo mejoran muchísimo cuando se tienen buenos contactos. El rey, cansado de oírle gimotear, prometió que le encontraría trabajo. Al poco lo llamó y le comunicó oficialmente: «Te voy a hacer canónigo de la catedral de Murcia. Un puesto excelente». El hombre expresó su disgusto: «Pero, Su Alteza, eso no puede ser: ¡yo estoy casado y tengo ocho hijos!», a lo que el rey respondió: «Pues mira, como andes con tantos remilgos ya te digo yo que jamás vas a encontrar trabajo...». Sí: la vergüenza ha sido en nuestra sociedad un gran método de control sobre los malos instintos y conductas perturbadas; incluso el crimen y las actitudes delictivas se veían frenados ante el temor al escándalo, a la «vergüenza».

Pero según Francesc Núñez, profesor de la UOC, los políticos acusados de corrupción han dejado de sentir vergüenza. El desprestigio social no incomoda, porque apenas existe. Se normaliza la impudicia y la fechoría del trinque. La indecencia progresa. Y los políticos presos se promocionan a sí mismos como presos políticos... sin vergüenza ninguna.