Marina Castaño

Somos imbéciles

Hoy dejamos los asuntos relativos al sexo y sus colaterales para referirnos al país de imbéciles que tenemos. Regreso en estos días de Italia, donde están más revueltos y convulsos que nosotros, si cabe. Pero es una nación orgullosa de sí misma, quizá más chauvinista aún que la francesa, incluso adornándose con plumas ajenas si me apuran. Por ejemplo, atribuyéndose un aceite de oliva que compran a España pero que lo etiquetan como propio. Un país donde no se ven apenas gordos por la calle, más que los turistas extranjeros. Pero el italiano no es gordo, pese a la mala prensa que tiene la pasta y el arroz, base fundamental de su dieta cotidiana. La que estas líneas suscribe estuvo engullendo pasta mañana y noche durante cuatro días y al volver a casa la báscula indicaba, incluso, unos gramos menos que en la fecha del viaje de ida. Los italianos también usan y abusan de las verduras y hortalizas: los calabacines, las berenjenas, los tomates, la rúcola están presentes en todas las comidas, son los «antipasti» que nunca faltan. Luego están las frutas que se expenden en kioskos callejeros como si fueran chuches... Y por supuesto las carnes magras a la plancha (la tagliatta) y los pescados y mariscos (mucho peores que los nuestros). En fin, que mientras nosotros nos dejamos colonizar por las malas costumbres gringas (cuando los yanquis están ya de vuelta y apuestan por una buena alimentación), nuestros primos mediterráneos siguen entregados a unas perfectas y saludables normas para mantenerse bien nutridos dentro de los cánones que mandan los referentes de la dietética y la medicina, encabezados por nuestro orgullo internacional en cuestiones cardiológica es Valentín Fuster, quien sostiene que la salud entra por la boca y que el antiestético flotador alrededor de la cintura es la alarma de peligro de enfermedades del corazón. A ver si aprendemos a copiar lo bueno y nos sacudimos la estupidez de encima.