César Vidal

Tienen ochenta años...

Me quedo consternado al verla. Lleva unas gafas oscuras y presenta signos de haber llorado. Le pregunto si algo va mal. Hace años que cerró la empresa que tenía en España asfixiada por los impuestos y lo ahorrado durante décadas apenas le dio para pagar las indemnizaciones de los empleados. Casi con lo puesto, cruzó el Atlántico y comenzó de cero. Responde a mis preguntas con silencios y movimientos bruscos de cabeza. Acaba sincerándose. «¿Tu sabes que tengo a mis padres en España, verdad?», suena su voz entrecortada. Asiento. «Ya sabes que no me sobra el dinero, pero les he dicho varias veces que se vinieran a vivir aquí...», prosigue, «No han querido porque son muy mayores... y yo lo comprendo...». Nueva pausa. «Hace unos días, les compré unos regalitos de cumpleaños –con más valor sentimental que otra cosa, no creas– y se los mandé por correo». Respira hondo. «De verdad que no valían mucho. Más que nada era el detalle de que tuvieran algo mío...». Las lágrimas rebasan los párpados mientras los labios se le contraen en un rictus. «El caso es que me llama ayer mi padre para decirme que habían parado el paquete de correos en aduanas...», continua con voz entrecortada. «¿En aduanas?», pregunto sorprendido. «Sí», reanuda el relato, «y le dicen a mi padre que tiene que pagar el IVA de los regalos, llevar una factura del contenido y además declarar su valor en la próxima declaración de la renta para tributar por ellos». «¿¿¿Cómo???», preguntó provocando las miradas de diez mesas a la redonda. «Tu sabes mi situación... voy tirando. Justo lo que no podía hacer en España. Les mandaba un colgante y unos gemelos y sobre esa miseria quieren que mi padre pague impuestos... pero ¿adónde está llegando España? Que tienen ochenta años... ¿Ni los regalos de su hija les pueden llegar sin que Hacienda les quite más dinero?». Guardo silencio. Si le cuento a mi amiga lo que va a pasar con los planes de pensiones, con los que tengan una vivienda desde hace más de veinte años o con el incremento ridículo de las cantidades percibidas por los jubilados, le puede dar un ataque de ansiedad. Pero me cuesta no romper a llorar pensando que unos octogenarios hayan podido trabajar toda su vida para que, en el tramo final, reciban un mísero estipendio y se vean obligados a tributar incluso por un modestísimo regalo que les envía una hija que tuvo que irse a vivir al extranjero.