César Lumbreras
Treinta años
Ayer, en el momento de escribir estas líneas, se cumplían 30 años de la firma del Tratado de Adhesión de España a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE). Me tocó vivir en primera línea la recta final de todo el proceso negociador. Recuerdo el escepticismo reinante, incluso cuando ya se tocaba el acuerdo con las manos. Era lógico, porque estaba instalada en la opinión pública española la idea de que Europa no nos quería. A ello contribuía otro hecho: cada vez que la delegación de Madrid iba a Bruselas a negociar volvía a casa con avances, muy difíciles de explicar, pero sin haber cerrado el texto final, cosa que no se produjo hasta finales de marzo de 1985. Finalmente llegó el momento anhelado y se consiguió el acuerdo definitivo a costa de dejarnos bastantes pelos en la gatera, especialmente en el capítulo agrario, que se firmó casi en barbecho. La CEE a la que España se incorporó tiene muy poco que ver con la UE actual. He pasado de ser un europeísta convencido por los logros del proceso de construcción comunitario a un euroescéptico. La razón es muy simple: hemos creado un monstruo burocrático en Bruselas que amenaza con devorar todo lo bueno que se ha conseguido. Cada día que pasa, la privilegiada «casta» comunitaria está más alejada de la realidad y del día a día de los ciudadanos a los que debería servir. Sólo hay que darse una vuelta por Bruselas y por su barrio europeo para constatarlo. Allí, el lema reinante parece ser el de la Ilustración: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Por otro lado, los gobiernos de los Estados miembros no contribuyen precisamente a poner soluciones. ¡Ojalá este monstruo no consiga devorarnos!
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