Ángela Vallvey
Tsipras y letras
Lo de Grecia nos ha dado grandes lecciones: verbigracia, que no hay mejor manera de saber cuánto vale el dinero que tomar un préstamo, como aconsejaba Benjamin Franklin a todo incauto deseoso de aprender finanzas. O que estar endeudado es mucho peor que ser pobre. Solo ahora hemos empezado a contar como corresponde, descubriendo con estupefacción que dos y dos no son cuatro sino, en el mejor de los casos, veintidós. El dinero sigue otras reglas que no son las cuatro básicas. Se multiplica mejor que el resto de los elementos del universo y, a la hora de restar dinero menos dinero, dos menos dos pueden llegar a ser menos veintidós.
No recordamos los buenos tiempos en que la Unión Europea parecía una fuente que arrojaba sobre los países «pobres» del «selecto club» comunitario billetes más crujientes que churros recién hechos. E igual de pringosos, según hemos averiguado después. Todos pensamos que aquella pasta ingente, descomunal, morrocotuda, era dinero gratis, que el capital no tenía precio. Porque a los fondos que venían de la Unión Europea no se les veía el fondo. Como si salieran de una chistera, llegaban a Grecia, España, Portugal, Irlanda... Fondos de Desarrollo Regional (el famoso FEDER), de Cohesión, fondo social europeo, fondo europeo agrícola de Desarrollo Rural, Marítimo y de Pesca... A nadie se le ocurrió pensar que todo eso tiene un precio, que nada es gratis. Lo que te dan hoy, mañana te lo cobrarán con el interés añadido del tiempo transcurrido. Aquel dinero semejaba una primera dosis de droga, de esas que el camello astuto suministra gratis a los adolescentes ansiosos, glotones y estúpidos, para convertirlos en adictos, clientes fijos, yonquis del BCE y las letras de cambio. O sea, que los pobres no deberían endeudarse nunca, porque las deudas nunca han hecho rico a nadie.
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