Barcelona
Un catalán cualquiera
Alberto, mi vecino y amigo, se llamó Albert al nacer porque lo hizo en Barcelona de un padre catalanoparlante que militaba en el PSC desde los tiempos de la clandestinidad. No hacía mucho que había llegado al barrio cuando lloró como sólo los niños futboleros saben llorar en aquella noche de primavera de 1986, cuando el Steaua de Bucarest le sopló la Copa de Europa al Barça en el Sánchez Pizjuán. Meses después, en otra tanda de penaltis maldita, el verdugo de la selección española en México se llama Jean Marie Pfaff y él compartió el disgusto con el resto de la pandilla. Hace treinta años, que en la Historia significa anteayer por la tarde, era inconcebible plantearse la españolidad de Cataluña. Brillante economista, Alberto volvió a llamarse Albert hace cuatro años debido al traslado forzoso recetado por su banco recién fusionado. En vacaciones, volvía frecuentemente a su ciudad adoptiva pero la inmersión en el Matrix nacionalista lo pilló de sorpresa. Un día se presentó en casa entresemana, lo que nos extrañó porque desde su mudanza circunscribía sus visitas a los sábados: «Me vuelvo, no lo soporto más. Sé que no voy a encontrar trabajo en Sevilla pero no me importa, prefiero malvivir aquí que seguir encerrado en ese manicomio. No encuentro palabras para explicar la hostilidad que sufre en determinados ambientes cualquier persona que no se muestre explícitamente entusiasta con las tesis independentistas. Hay que verlo para creerlo, no se puede contar». Quise rebajar la tensión evocando la última hazaña de Messi y me paró en seco. «Del Barça sólo quiero escuchar que pierde todos sus partidos y que ha salido ardiendo el Camp Nou». No queda ni rastro del niño que suspiraba por las paradas de Urruti, el nacionalismo lo ha convertido en un españolazo gruñón.
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