Moción de censura

Un Hernández Mancha

La Razón
La RazónLa Razón

Las tres mociones de censura de los cuarenta años de democracia han fracasado, pero sus consecuencias han sido muy distintas. La primera, la de los últimos días de mayo de 1980, dejó maltrecho al presidente Suárez (UCD), prefigurando su próxima caída, y lanzó hacia la Moncloa a Felipe González (PSOE), cosa que lograría arrolladoramente dos años después. La segunda, en marzo de 1987, presentada por el nuevo presidente de Alianza Popular, que ni siquiera era diputado, contra el presidente González acabó con la carrera política del joven Antonio Hernández Mancha. La tercera, a manos de Pablo Iglesias (UP) contra el presidente Rajoy, que ha sido la que menos interés ha despertado en la opinión pública, ha servido para ayudar a Mariano Rajoy a recuperar la iniciativa y a superar una cierta crisis de imagen personal y de su partido por culpa de los casos de corrupción; y está por ver su influencia en el liderazgo de Iglesias y en la pugna con el PSOE sobre el dominio de la izquierda, que es de lo que se trata.

Según uno de sus más cercanos colaboradores, el día de la moción de censura fue el día más amargo del presidente Suárez en la Moncloa, si se descuenta el de su dimisión ocho meses después. No sólo por los despiadados ataques y descalificaciones de que fue objeto por los socialistas -basta recordar lo de “tahúr del Mississipi” de Alfonso Guerra-, sino sobre todo porque ese día se sintió traicionado por su amigo y hombre de confianza, el vicepresidente Fernando Abril, y sin la confianza necesaria del grupo parlamentario. Se sintió acosado desde fuera y desde dentro y abrumado por la soledad. Notó que hasta la confianza del Rey se resquebrajaba. La llegada de los socialistas al poder servía para afianzar a la Monarquía. No importa que la moción de censura fuera derrotada por 166 votos contra 152 y 21 abstenciones. Años después reconocería Suárez: “A mí me presentan una moción de censura y la gano legalmente, pero la pierdo moralmente”. El gran triunfador moral fue Felipe González. La amenaza de una segunda moción de censura con apoyo de una parte de diputados centristas precipitó la dimisión del primer presidente constitucional en enero de 1981.

El episodio de la moción presentada por un inexperto Antonio Hernández Mancha, nombrado por Manuel Fraga presidente de Alianza Popular, el partido conservador que había crecido tras la descomposición de UCD, fue un fracaso previsto. Hernández Mancha pretendió con esa iniciativa temeraria coger tablas -como queda dicho, ni siquiera era parlamentario-, darse a conocer y afianzar su liderazgo en el partido. Pero era un torerillo de capea y enfrente tenía un miura. No había condiciones objetivas para censurar al Gobierno. Felipe González estaba en pleno esplendor político. Y así le fue al atrevido aspirante a triunfar en la plaza pública. Resultó un acto fallido. Tuvo que conformarse con los 67 votos de su grupo y pensar en retirarse a casa, mientras el presidente González salía fortalecido del trance.

Pablo Iglesias, de Unidos Podemos, ha pretendido con su censura, fracasada de antemano, acabar con Rajoy, con la derecha y, si fuera posible, con el sistema constitucional de 1978 y con el “sursum corda”. Eso es lo que ha confesado por activa y por pasiva. Más que torerillo, con coleta y todo, era un torete en medio de la plaza que arremetía contra todo lo que se movía, que no fuera rojo. Lo mismo que Antonio Hernández Mancha, pretendía con su moción fortalecer su debilitado liderazgo, darse a conocer y ocupar espacio en los medios, pero además, con esta faena, que los tres principales partidos constitucionlistas consideran sucia, Iglesias lo que busca en realidad es quedarse con ese par de millones de votos que andan fluctuando entre el PSOE y Podemos para llevar la manija de la izquierda. Para eso, el mano a mano con Rajoy, dejando en un segundo plano a socialistas -con su renovado líder siguiendo el debate desde el despacho de Ferraz- y ciudadanos, jugando a las socorridas y falsas equidistancias, no le viene mal. Esa es la jugada. Ya veremos los efectos. Al presidente Rajoy me parece que, con todas las desaforadas e interminables embestidas, no le ha rozado la taleguilla. Al contrario. La función ha servido para que el presidente popular afiance el apoyo de sus votantes y recupere algunos más. A diferencia de las anteriores mociones de censura ésta se ha manejado como un instrumento de agitación social, y la vida parlamentaria se ha trocado por unas horas en espectáculo.