Golpe de Estado en Turquía

Un socio fundamental pero incómodo

La Razón
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Hace sólo tres años el autoritario Erdogan veía un panorama rosado ante sus ojos. Tenía esperanzas, y realizaba una costosa campaña para conseguirlo, de entrar en el Consejo de Seguridad de la ONU. No tuvo suerte. España, que había hecho una campaña más modesta pero más eficaz, lo derrotó. Su política de tener buenas relaciones con sus vecinos se mantenía. Posteriormente, los ánimos se encresparon. Ruptura con Israel y cuasi ruptura con Rusia cuando Ankara derribó un avión ruso que había violado repetidamente su espacio aéreo. Hubo sanciones de Moscú, enorme reducción del número de turistas y los rusos no cortaron el suministro de gas y petróleo porque su economía, con el petróleo a sólo 44 dólares, no estaba para tirar cohetes.

Luego, la guerra de Siria le salpicó más de lo esperado. Con objeto de derribar al presidente sirio Bachar al Asad, bestia negra para Erdogan, los turcos permitieron que Estados Unidos colocara aviones y helicópteros en la base de Incirlik, algo que habían rehusado en la guerra de Irak. Sin embargo, Washington, para desasosiego en Arabia Saudí y en Turquía, no se ha lanzado frontalmente a derrocar a Asad.

La inestabilidad en el país vecino continúa. Por otra parte, la política de ambigüedad de Erdogan hacia el Estado Islámico tampoco ha funcionado. El presidente turco teme que los kurdos se crezcan si emergen victoriosos en la batalla contra los terroristas del Estado Islámico –cualquier éxito kurdo puede dar alas al independentismo de esa minoría–, pero los fundamentalistas del Estado islámico no son de fiar. Han cometido varios atentados en Turquía y pueden contribuir a la inestabilidad interna.

Crucial es el problema de los refugiados. De Siria hay unos 2,5 millones en Turquía. Los puede manejar por el momento: una parte importante de la factura la está pagando Europa. La situación, con todo, es incómoda.

El golpe, mal planteado militarmente, ha sido abortado. La imagen resultante no es, sin embargo, buena para Erdogan. Habrá nueva reducción del turismo y que a él, como en el pasado, lo intenten derrocar con un golpe lo deja en mal lugar internacionalmente aunque puede que interiormente salga reforzado. Podrá hacer más limpieza de cargos poco adictos a su persona. Ya ha dicho que destituirá a más de 2.700 jueces, que no son pocos, y ha encarcelado a varias decenas de militares. Es posible que persiga judicialmente a más periodistas (unos 1.845 han tenido tratos con la Justicia en su mandato). Ello puede aumentar su calificación de dirigente autoritario que quiere consolidar un poder autocrático sin excesivas cortapisas.

La sociedad turca continúa dividida entre islamistas y laicos. Es curioso que mientras el viernes por la tarde centenares de personas acudían a una plaza a manifestarse en su favor –su partido sacó casi el 50% en las últimas lecciones– en muchos cajeros automáticos se formaban colas para sacar dinero. Un contraste.

Hacia Europa, la división también es clara. El deseo de entrar en la Unión, aunque se ha reducido, aún debe ser mayoritario. Los partidos laicos son entusiastas porque, como ocurría aquí después del 11 de febrero, calculan que la influencia de Europa será beneficiosa para la democracia y un freno a la querencia autócrata. El AKP de Erdogan ve en Europa ventajas sobre todo económicas. No está descontento en estos momentos con el status actual.

En Europa hay sentimientos encontrados hacia los turcos. Hacia fuera se dice que se negocia para que ingresen. En su fuero interno muchos dirigentes europeos no lo ven precisamente con entusiasmo: los turcos son muchos millones, todos de otra religión, y se cuestionan los beneficios que podría obtener la Unión. Varios políticos europeos han dado a entender que nunca entrarán.

La señora Merkel presionó para lograr el acuerdo con Turquía que frene, con una jugosa ayuda económica, la llegada de refugiados a Europa. Las ONG y algún organismo internacional lo han tachado de chapuza poco ética. Sin embargo, aunque imperfecto y algo cegato –Turquía no es un modelo de respeto a los derechos humanos–, el acuerdo, por el momento, ha servido para reducir seriamente la avalancha. El tema es de vital importancia. Con todo, la reacción de Alemania ante el golpe ha sido significativa y podría ser copiada por otros países.

La señora Merkel ha condenado el golpe en una alocución, como han hecho Estados Unidos, nosotros y tantos otros, por atentar contra la democracia, pero en su discurso no ha mencionado ni una vez al señor Erdogan. Canta un poco. Es evidente que ha querido marcar distancias. Condena, pero sin abrazos al presidente.

Hay varios factores a tener en cuenta. En Alemania viven tres millones de turcos, el acuerdo migratorio no debe romperse, la pesadilla humanitaria sería más visible, y, por otra parte, muy recientemente el Bundestag alemán condenó el llamado genocidio armenio de 1915. Una bofetada al régimen de Erdogan, que ha prohibido a los diputados de esa Cámara legislativa que visiten la base turca en la que están desplegados militares alemanes en el esquema defensivo anti Estado Islámico. Los padres de la patria germanos se suben por las paredes porque el Ejército depende de ellos.

Terminemos con Boris Johnson. El flamante ministro de Asuntos Exteriores británico, tan bocazas hasta anteayer como el americano Trump, ganó hace meses el premio a una canción dedicada a los dirigentes turcos convocado por la publicación «The Spectator». En su estrofa, versificaba sobre Erdogan, al que presentaba disfrutando por hacer el amor con... una cabra. Mala tarjeta de visita.