Luis Suárez

Unidad en la diversidad

Repetidamente se hace entre nosotros referencia a los nacionalismos, en singular o en plural. Esto nos exige poner la vista en el pasado para entender qué es España. Creada por Roma que incluyó, con la Península, sus islas y un pequeño andén litoral más allá del Estrecho un pequeño andén africano, fue entregada prácticamente a los visigodos el año 418. Ellos crearon un reino, pero no cambiaron el nombre como estaban haciendo los francos, y abandonaron su lengua y hasta su modo de vestir para latinizarse. De modo que las hablas nacidas del sermo vulgaris contienen un meollo común que hace innecesario el recurso a traductores. Y aquí el ius romano fue cimiento para la construcción del derecho.

Pero Hispania se perdió a causa de la invasión musulmana que sustituyó el nombre por Al Andalus y renunció también a la unidad peninsular, fijando sus fronteras en el sistema Central y creando una especie de tierra de nadie que la separaba de pequeños reductos de resistencia. Para defenderse, los resistentes cristianos tuvieron que dividirse para asegurar la subsistencia e ir poco a poco avanzando. Por eso tuvieron que retornar al pasado en la pluralidad. De punta a cabo vamos a ir encontrando esos nombres: Galicia, Asturias, Cantabria, Navarra, Aragón y Cataluña. Pero precisamente desde los monasterios afincados en el Pirineo, venía la conciencia de que todos eran Spanya. Y los consejeros de Carlomagno llamaron Marca Hispánica a aquella mitad norte de Cataluña que había conseguido reforzarse.

Así pues unidad en la conciencia de que estaba realizándose una reconquista, recobró y no anexionó de tierras nuevas. Hasta que en el siglo XIII, rechazados los intentos del fundamentalismo islámico africano, esa reconquista se dio por terminada. Varios reinos, como forma de gobierno, se agrupaban en esa unidad que seguía siendo la Hispania romana. Los problemas planteados eran dos: cómo mantener esa unidad esencial que los usos y costumbres garantizaban y, al mismo tiempo, respetar la pluralidad que las formas de vida aconsejaban. Ahora incluso se daba el sorprendente caso de que dentro del amplio reino castellano-leonés había una reserva musulmana que finalmente también tendría que suprimirse para evitar los peligros de un renacimiento islámico.

Fue entonces cuando un monarca aragonés, que vivía en Barcelona la mayor parte del tiempo, proyectó el establecimiento de un ordenamiento constitucional que resolvía la cuestión. En todo modelo de Estado se descubren dos niveles, el de la soberanía que pertenece a quien ejerce su jefatura, y la administración que corresponde a las entidades sociales. Pues bien, en 1344 Pedro IV decidió promulgar un Ordenamiento de Casa y Corte que garantizaba ambas cosas reconociendo los fueros de cada reino, pero asegurando la superioridad de la Jefatura a la que, por primera vez, asignaba tres poderes, unidos en la cumbre y separados en el ejercicio: el legislativo que corresponde a las Cortes; el judicial, que culminaba en la Audiencia o Tribunal Supremo, y el ejecutivo, que empleaba para ello el consejo. Firmes en la unidad y libres en la pluralidad, así se definía la Monarquía. Para evitar dudas Pedro ordenó insertar en su Crónica estas palabras decisivas: Cataluña es la mejor tierra de España. Sobre este modelo levantaron los Reyes Católicos su Monarquía, unidad y pluralidad simultáneas, capaz de extender sus dimensiones al otro lado del Atlántico. Durante 70 años incluso Portugal se incorporó a esta unidad.

La derrota en las guerras del siglo XVII (guerras de religión) hizo que se produjeran vacilaciones; ¿acaso no era preferible un salto atrás? Así se formularon dos opciones que dieron lugar a las guerras civiles de 1640 y luego de 1705. ¿Debía continuarse dentro del modelo de unión de reinos o era preferible superarla? Dos opciones, igualmente erróneas: sustituir la unión por la separación o, por el contrario, por esa rigurosa unidad que el absolutismo francés nos proponía. En la guerra de sucesión las dos alternativas se enfrentaron con las armas: los partidarios de Felipe V defendían el modelo francés; los de Carlos de Habsburgo, el de sus antecesores. Lo que Casanova defendía no era la separación de Cataluña, sino el mantenimiento de la unidad de la pluralidad. No hacen bien los separatistas actuales en invocar su memoria.

Y esto era precisamente lo que defendían los patriotas de mayo de 1808. No comenzó la batalla en las siniestras horas del 2 de mayo. Fue la Junta General del Principado de Asturias la que unos días antes tomó la decisión de rechazar a José Bonaparte, centralismo francés revolucionario, acudiendo a Inglaterra para pedir auxilio. La victoria no vino acompañada de unidad precisamente porque Fernando VII no había cumplido con su deber. Y vinieron las guerras. En todas ellas, desde 1833 hasta 1939, aparece en la superficie la gran cuestión. Y de ahí las desviaciones hacia el unitarismo y hacia el separatismo.

La Constitución ahora vigente contenía un proyecto de superación de las divisiones: uno de los grandes logros de la Transición, que no intentaba destruir todo lo anterior, sino reconducirlo hacia una convivencia que restableciese, con las autonomías, esa pluralidad administrativa. Pero algunos no lo entendieron: creían que se trataba de reconocer como legítimos los extremos de los nacionalismos plurales. Y ahora, en septiembre, nos vamos a encontrar con una nueva declaración de guerra, aunque sin armas. No olvidemos que quienes defienden las separación de Cataluña o de Vascongadas no están reclamando otra cosa que un retorno a la unicidad aunque dentro de ciertos límites territoriales. Una especie de neo-totalitarismo que somete a los ciudadanos al poder de un partido que tiene incluso derecho a prohibirles hablar en otra lengua que la que él disponga. Hay una especie de engaño medio oculto: tras los separatismos no se defiende la libertad de ser como somos, sino el sometimiento a los dictados de un partido. Preocupante perspectiva.