Julián Redondo
Uno y otros
Mi admiración por Messi es directamente proporcional al desprecio que siento por todos y cada uno de los sinvergüenzas que se citaron en el Camp Nou para organizar la silbatina contra el Himno y el Rey. ¿Qué se dice del futbolista que coge la pelota pegado a la banda, casi en el centro del campo, derriba rivales con la pericia del jugador de bolos y firma un gol magistral? Que es un crack, una estrella, un deportista estratosférico, un Messi. ¿Y qué se dice de quienes no respetan los símbolos de una nación, aunque no la consideren suya, y de los líderes políticos que les ríen las gracias y los disculpan? Que tienen mala educación. Y un maleducado es gentuza. ¿Y qué decir de quienes después de silbar a Felipe VI celebran la conquista de la Copa del Rey como posesos, o se amargan y hasta lloran si no la ganan? Que semejante contradicción invita a pensar que no están en su sano juicio, e incluso que son un poquito lelos. Es incomprensible. Y como la libertad de expresión funciona en dos direcciones, ahí queda eso, el detalle grosero de unos aficionados que convierten el graderío en un esperpento, lo otro y lo del más allá: una imagen deslumbrante en la retina, el primer gol de Messi. Si el as argentino jugara en el Athletic, la gabarra surcaría hoy las aguas de la ría con Ernesto Valverde en el timón. Pero juega en el Barcelona, a las órdenes (?) de Luis Enrique y, dado su excepcional estado de forma, no hay que descartar que el próximo sábado también sea el protagonista principal de la final de la Liga de Campeones, y su siguiente víctima, la Juventus.
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