Antonio Cañizares
Vida contemplativa
En el remanso vacacional me permito dirigir la mirada hacia una realidad muy importante de la Iglesia que frecuentemente pasa desapercibida a los ojos de los hombres, se la ignora o no se la tiene en cuenta. En todo caso no se la entiende o no se la valora suficientemente, incluso entre los mismos cristianos. Me refiero a los monasterios de vida contemplativa y a los monjes y monjas dedicados a la contemplación. Su valor, sin embargo, su actualidad y su significación es muy grande.
Hay muchas urgencias en el mundo. Hay una, empero, que es apremiante: llevar el Evangelio a los hombres de hoy, llevarlo de nuevo y como si se tratara de la vez primera que resuena entre los hombres. Pero no habrá nueva evangelización si no hay cultivo de la contemplación en la Iglesia. La Iglesia del mañana, como la misma humanidad, o será contemplativa o no será.
Es bueno recordar y volver a afirmar en un mundo secularizado y en una época en que la intimidad con Dios sigue siendo un objetivo principal pero difícil. Y es que sin la contemplación la sociedad humana se convierte en un mundo asfixiante para el hombre. Nuestra vocación no es sencillamente la de «hacer» o la de «tener», sino por encima de todo la de «ser»; y para lograr nuestra verdadera identidad, para descubrir gozosos nuestra dignidad y la de nuestro prójimo, para recuperar la esperanza de nuestro destino, no tenemos otro camino que la contemplación. La contemplación conserva siempre lozana la luz que proviene de la bondad providente de Dios, del amor con que Dios nos ama, del fundamento en el que descansa nuestra vida y halla felicidad y reposo.
En la medida en que en nuestro momento actual haya personas que, con ideas claras acerca del valor de la contemplación, como, por ejemplo, santa Teresa, y las vivan en sus vidas, en esa medida la cultura tendrá alma y espíritu, poseerá auténticos valores generadores constantes de obras grandes y será más íntegramente humana porque estará más cerca de la «imagen y semejanza de Dios», del amor de Dios que nos hace libres, de la verdad que engendra la libertad de los hijos de Dios.
Es necesario que haya hombres y mujeres que vivan vida de contemplación, porque la presencia continua de hombres y mujeres que tienen la mente abierta a la contemplación del misterio de Dios es siempre una llamada a lo más alto, es como un toque en la conciencia para que el hombre se eleve y quede también abierta en la medida que a cada uno corresponde.
Para una nueva evangelización que entraña la renovación de nuestro mundo, su elevación y su aliento de esperanza, es necesario que haya centros de contemplación en la Iglesia como el Carmelo, el Císter, la Trapa, las abadías benedictinas.., esos lugares que en medio de la sociedad deberían tener siempre preferencia por su capacidad para despertar en nosotros la atracción hacia realidades que frecuentemente el mundo olvida. A su sombra deben prosperar movimientos que vayan introduciendo en el mundo actual la contemplación que necesita.
En los monasterios podemos escuchar «la soledad sonora» que afirma y proclama que Dios es Dios, que Él sólo basta, porque Él es plenitud, Soberano y Señor, «origen, guía y meta de todo lo creado», que «lo invade todo, lo penetra todo y lo transforma todo». Así prestan a la Iglesia y a la sociedad uno de los mayores y mejores servicios que se nos pueden prestar a los hombres hoy, de nada tan necesitados como de Dios.
Desde aquí me atrevo a pedir, especialmente a los jóvenes, que se acerquen a los monasterios de vida contemplativa. Allí se puede ver a quienes «han escogido la mejor parte» y se puede palpar la alegría y la dicha con que se vive cuando se adora a Dios y se vive para Él solo. Allí se puede comprobar cómo la realización del hombre no está en el «tener», sino en el «ser»: no tienen nada, carecen de casi todo, viven en extrema pobreza, y, sin embargo, lo tienen todo, porque tienen a Dios. Allí mismo se puede ver con los propios ojos que el amor de Dios no se puede separar del amor a los hombres: su acogida, su hospitalidad, su solicitud y preocupación por los hombres y por todo lo humano supera con creces lo que nosotros podemos imaginar. Su consagración a Dios es servicio y entrega entera, ofrenda y consagración, a nosotros y por nosotros, por todos, para que creamos y tengamos vida, vida eterna y dichosa. Y, así, también su libertad trasciende la pobre libertad que llevamos frecuentemente fuera del claustro, porque es una libertad que se basa en la verdad, en el ser y en el amor. Ojalá que todos conozcamos mejor, queramos más y crezcamos en cercanía y en ayuda a estos monasterios. Ojalá que propiciemos las vocaciones a la vida contemplativa y que éstas aumenten: las necesitamos.
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