Constitución
¡Viva el Rey!
La Monarquía española es una forma de Estado para el ordenamiento de la nación a efecto de fijar las normas y límites de adaptación al conjunto de todos y cada uno de los componentes de la sociedad. Es una respuesta emanada del seno de la sociedad política en virtud de una relación eficaz, el diálogo constructivo y el acuerdo de quienes cumplan la función de representación de instituciones respecto al ejercicio del poder constituyente y la opinión pública. El establecimiento de una situación semejante es posible alcanzarlo en la historia en virtud de un proceso, el tiempo y la serenidad pertinente que lo hagan posible. Xavier Zubiri reflejó en el discurso histórico la espontaneidad de acciones originadas en intereses particulares que nunca pueden quebrantar los intereses generales: «En el primer hombre están todas las potencias del ser humano, pero no lo están ninguna de las posibilidades del ser histórico».
La Monarquía es Monarquía parlamentaria, regida por la Constitución de 1978, que en lo referente a las facultades del Rey se limitaron, haciéndolas compatibles con la falta de responsabilidad política del titular de la Corona y el refrendo de sus actos por el presidente del Gobierno o el ministro correspondiente. Insisto, se trata de una forma de Estado, nunca un régimen político. Sus funciones son específicamente parlamentarias, por cuanto la potestad de hacer las leyes corresponde enteramente a las Cortes que, además, controlan la acción del Gobierno. El ordenamiento jurídico supone una regulación de conductas que en el orden político no pueden estar en el albur del ejercicio de libertad de los grupos o las individualidades que componen la sociedad, ni tampoco de la interpretación interesada de quienes la constituyen. El ordenamiento corresponde a valores emanados del seno de la comunidad política, el acuerdo mediante el diálogo constructivo de los que forman el conjunto de la nación. Así pues, la Monarquía es un bien comunitario de cohesión e identidad nacional, que ha tenido un máximo en el reinado de Don Juan Carlos I, impulsor y delineador de un reino cuya encarnación radicó en el rey que lo creó: un conjunto rey-reino, un territorio y los súbditos («subditi», «subiecti»); el rey recibía desde las épocas visigoda y medieval los nombres de «patria» y de «terra». La modernidad originó el tránsito a la Monarquía constitucional y de ésta a otra, más limitada, de carácter parlamentario en la que se combina la institución monárquica con la soberanía del pueblo.
El Rey, dice el número 1 del artículo 56 de la Constitución de 1978, «arbitra y modera el funcionamiento regular de las Instituciones». La Constitución señala otras funciones que, en rigor, no pueden ejercerse por la simple voluntad del Rey. El significado arbitral lo definen tres preceptos: símbolo de la unidad y permanencia del Estado español en las relaciones internacionales (artículo 56); «guardar y hacer guardar la Constitución, las leyes y los derechos de los ciudadanos» (artículo 64), y «garantizar la soberanía e independencia de España» (artículo 80). Así pues, la facultad moderadora implica un triple requisito: conocimiento de la situación política y moral nacional; formación personal respecto a problemas, opiniones y tendencias políticas; toma de disposiciones preventivas para anticipar contingencias o conseguir paliar posiciones extremistas peligrosas para el estatuto social de la nación.
Su Majestad Don Juan Carlos de Borbón ha ejercido, entiendo, después de una profunda meditación política, lo único que le corresponde en la integridad de decisión: la abdicación, motivada por razones exclusivamente propias, de conciencia profunda y libérrima, que nos ha sorprendido a cuantos españoles apreciábamos la perfección del ejercicio como Rey de España y Jefatura del Estado español. La sociedad española, que puede adherirse por lealtad, razones racionales y acaso sentimentales, ha podido valorar la perfección de la transmisión y sucesión del cargo y magistratura suprema en la Casa Real española que, al mismo tiempo, es la cúpula del Estado. Aceptada por Ley la decisión, automáticamente por derecho hereditario, sin necesidad de someterse a los avatares e incertidumbres de una elección bajo presiones políticas, sociológicas e ideológicas de intereses que actúan en razón de circunstancias de toda índole, características del momento y sin ninguna garantía de rectitud de intenciones.
Por esta razón, en el momento de acceder al trono de España el heredero de la Corona, que asume íntegramente la moderación y los preceptos que la Constitución le otorga, sólo cabe exclamar, una vez más, con unánime voluntad de bien y acierto: ¡Viva muchos años el Rey de España Felipe VI! Y el ejemplo de quien le ha precedido le permita dar al reino de España, a la patria grande, el máximo prestigio que se merece, al que se ha hecho acreedor en el discurso de sus largos fastos históricos, expresando el asentamiento a los valores de convivencia, comunidad, honor y gloria dados a España.
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