Cataluña

¡Viva el Rey! El de la esperanza

Nuestro Moisés aprieta con la «ruleta rusa» de la antidemocrática burrada –si se predica con carácter unilateral– del derecho a decidir en la España y UE del s. XXI. Parece que si no se concede el referéndum se está violando un derecho. El descontento está servido. Los malos son los que niegan un inexistente derecho y no los que falsamente lo pregonan. No anima el reciente posicionamiento –como siempre equívoco– de Duran. Parece como si estuviera prisionero, de no se sabe quién ni por qué. La continuidad en «este sí pero no» no será perdonado, ni por unos ni por otros. Nada sirve si no se acompaña de una inequívoca lealtad al Estado. Sería el mensaje valiente que necesita Cataluña. ¿Es que Duran no se da cuenta de su responsabilidad? Lo fácil ahora es bailar con el derecho a decidir. La reivindicación no está reñida con la lealtad. Decía en 11/2012: ya que la ruptura se vislumbra, atención al momento que se elija. Podría ser demasiado tarde. El tsunami secesionista, del que Unió es también responsable, puede ahogarles, o con la ola, o con su resaca. Hay que recomponer el mapa político de Cataluña con amplia generosidad de los partidos constitucionalistas, especialmente recomendable al PPC, que no puede fiarlo todo a la recuperación económica.

Por el contrario, la sucesión a la Corona llena de esperanza. Eso es lo que se trasluce por doquier. Esperanza que para Cataluña se concreta en la necesidad de renovar el vínculo con España. La Monarquía como su máximo exponente y que ya revive con ilusionante fuerza ofrece la oportunidad. Eso se sabe y no ha gustado a los que hoy señorean el Principado. Es un contratiempo inesperado. De ahí la cobardía de la abstención, y las impresentables declaraciones de Homs. Cómo suben el tono cuando tratan de neutralizar lo que no les gusta a través de una política cada vez más zafia basada en el frívolo descrédito.

Desde el s. XII la Monarquía resulta el epicentro de una historia indisolublemente entrelazada entre el Principado y su Reino, aunque, como en todas las familias, pueda estar preñada de aciertos y errores recíprocos.

Por más que se acuda al ejemplo de Escocia todo resulta un sinsentido. Allí existe la voluntad de dos partes. Un contrato no puede romperse por una sola, aun presumiendo de que se está entre iguales. Escocia se unió voluntariamente con Inglaterra. ¡Cataluña, sola, nunca ha sido jurídicamente independiente! Mal que pese a algunos, surgió como territorio de condados. Fácil es establecer que no podían existir tales sin Reino, por más que se autodenominara como «Principado» (Cortes 1064) para delimitar un territorio que dependía de los francos y que por matrimonio (s. XII) se unió al Reino de Aragón, nacido con anterioridad (s. X), por unión con el Reino de Pamplona. Sólo se puede hablar de independencia, pero ya dentro de la Corona de Aragón, en el s. XIII, tras el Tratado de Corbeil (1258). Luis IX renunciaba a los territorios situados al sur de los Pirineos mientras que Jaime I renunciaba a los condados a su norte. Pretendiéndose un fundamento histórico: ¿cómo no se denuncia el Tratado de Corbeil y se exige a Francia que deje votar a los ciudadanos de los antiguos condados catalanes hoy franceses? Allí también se habla catalán, doy fe. Tramposa demagogia basada en la deformación de la historia.

Por ello, permítame, Señor, que le invoque, desde la humildad que me incumbe y sin atribuirle responsabilidad alguna, que muchos contamos que pueda coadyuvar a superar un provocado desafecto que ahora nos embarga, nos ahoga y nos divide, sin llevarnos a ninguna parte, más que al abismo dentro de una lacerante crisis y sufriendo lo peor de sus dirigentes. ¡No existe referente! Sólo el descontento que se dirige hacia España con quimeras que fácilmente cohesionan variopintos sentimientos y sobre los que cabalgan y campan a sus anchas falsos profetas.

Nadie como Su Majestad –su sincera elocuencia resulta también esperanzadora– puede hacer sentir a Cataluña que es querida por España. De tanto negarlo unos y por los lamentables errores del pasado de otros, la negación adquiere la categoría de falso dogma que justifica lo injustificable. Intuyo que esta apreciación, entre otras, no ha sido ajena a los motivos de la abdicación. Qué gran Rey se ha ido y qué esperanzador Rey ha llegado. ¡Que Dios le ilumine, Señor!