Ángela Vallvey

Wolinski et al.

Han asesinado a Wolinski y a sus compañeros de la revista Charlie Hebdo. Me digo: «Esa escoria islamista ha acabado con Georges Wolinksi, Jean Cabut (Cabu), Stephane Charbonnier (Charb) y Bernard Verlhac (Tignous)», pero no puedo creérmelo.

Aprendí francés leyendo las tiras cómicas de Wolinski. Irreverente, mordaz, ingenioso, audaz, libertario... Francés y universal. Mi vida ha sido mejor gracias a él. Conservo sus cómics en un lugar privilegiado de mi biblioteca. Los releo cuando me siento triste, como hoy. Qué gran tipo. Un pozo insoldable de acidez, sabiduría, perspicacia e inventiva. Leerlo me espabila. Soez, pero grácil. Me hacía pensar. Estimula mi mente. Eso es talento.

La compañía de algunos nos convierte en besugos. Frecuentar el pensamiento de otros, como Wolinski y sus compañeros de Charlie Hebdo, es una gimnasia mental. Siempre dejaban en evidencia al «con» (gilipuertas). Hay más «conards» que pimientos morrones. La prueba es este crimen, cometido bajo el fuego airado de, al menos, un par de «cons». El infame rastro del integrismo islámico está hecho de sangre, de inmoralidad. Pero también de estupidez. Ignorar, decía la locución latina, es más que errar. Las fechorías de estos criminales son patéticas, no sólo lamentables y estremecedoras, porque son fruto de su sandez intrínseca.

Yo ruego a otro dios bien distinto al suyo: el de la justicia terrenal, a una fuerza íntegra y poderosa, para que los ajusticie y nos remuneren por el dolor causado. (En este mundo, que en el otro me trae sin cuidado). Que paguen la cuenta del sufrimiento producido.

Lo decía Shakespeare en «Enrique VI»: «la ignorancia es la maldición de Dios». Me pregunto qué clase de Dios es el que tiene esta gentuza, que los ha maldecido de manera tan terrible, hasta convertirlos en homicidas ciegos, pero sobre todo en pobres «conards», como diría el gran Wolinski.